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“EL PRESBÍTERO, PASTOR Y GUÍA DE LA COMUNIDAD PARROQUIAL”. PARTE I

(Discurso de San Juan Pablo II a la asamblea plenaria de la Congregación para el Clero. Viernes 23 de noviembre de 2001)

(Discurso de San Juan Pablo II a la asamblea plenaria de la Congregación para el Clero. Viernes 23 de noviembre de 2001)

Sacerdocio común y Sacerdocio ordenado

 i. Levantad vuestros ojos (Jn 4,35)

 1. «Levantad vuestros ojos y mirad los campos que están dorados para la siega» (Jn 4,35).Estas palabras del Señor tienen la virtud de mostrar el inmenso horizonte de la misión de amor del Verbo encarnado.«El Hijo eterno de Dios ha sido enviado “para que el mundo se salve por medio de Él” (Jn 3,17) y toda su existencia terrena, plenamente identificada con la voluntad salvífica del Padre, es una constante manifestación de esa voluntad divina: la salvación universal, querida eternamente por Dios Padre. Este proyecto histórico lo confía en legado a toda la Iglesia y, de manera particular, dentro de ella, a los ministros ordenados. En verdad es grande el misterio del cual hemos sido hechos ministros. Misterio de un amor sin límites, ya que “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1)»[1].

 Habilitados, pues, por el carácter y por la gracia del sacramento del Orden, y hechos testigos y ministros de la misericordia divina, los sacerdotes de Jesucristo se consagran voluntariamente al servicio de todos en la Iglesia. En cualquier contexto social y cultural, en todas las circunstancias históricas, incluidas las actuales, en que se advierte un clima agresivo de secularismo y de consumismo que aplasta el sentido cristiano en la conciencia de muchos fieles, los ministros del Señor son conscientes de que «ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4). Las actuales circunstancias sociales constituyen , de hecho, una buena ocasión para volver a llamar la atención sobre la fuerza invencible de la fe y del amor en Cristo, y para recordar que, pese a las dificultades y a la «frialdad» del ambiente, los fieles cristianos - como también, aunque de modo distinto, los no creyentes - están siempre presentes en el diligente trabajo pastoral de los sacerdotes. Los hombres desean encontrar en el sacerdote a un hombre de Dios, que diga con San Agustín: «Nuestra ciencia es Cristo, y nuestra sabiduría es también Cristo. Él plantó en nuestras almas la fe de las cosas temporales, y en las eternas nos manifiesta la verdad»[2]. Estamos en un tiempo de nueva evangelización: hay que saber ir en busca de las personas que se encuentran a la espera de poder encontrar a Cristo.

 2. En el sacramento del Orden, Cristo ha transmitido, en diversos grados, la propia condición de Pastor de almas a los obispos y a los presbíteros, haciéndolos capaces de actuar en su nombre y de representar su potestad capital en la Iglesia. «La unidad profunda de este nuevo pueblo no excluye la presencia, en su interior, de tareas diversas y complementarias. Así, a los primeros apóstoles están ligados especialmente aquellos que han sido puestos para renovar in persona Christi el gesto que Jesús realizó en la Última Cena, instituyendo el sacrificio eucarístico, “fuente y cima de toda la vida cristiana” (Lumen gentium, 11). El carácter sacramental que los distingue, en virtud del Orden recibido, hace que su presencia y ministerio sean únicos, necesarios e insustituibles»[3]. La presencia del ministro ordenado es condición esencial de la vida de la Iglesia, y no sólo de su buena organización.

3. Duc in altum![4] Todo cristiano que percibe en el corazón la luz de la fe, queriendo caminar al ritmo marcado por el Sumo Pontífice, ha de intentar traducir en hechos este urgente y decidido mandato misionero. Especialmente los pastores de la Iglesia deberían saberlo captar y ponerlo en práctica con apremiante diligencia, pues de su sensibilidad sobrenatural depende la posibilidad de que sea comprensible el camino por el cual Dios quiere guiar a su pueblo. «Duc in altum! El Señor nos invita a ir mar adentro, fiándonos de su palabra. ¡Aprendamos de la experiencia jubilar y continuemos en el compromiso de dar testimonio del Evangelio con el entusiasmo que suscita en nosotros la contemplación del rostro de Cristo!»[5].

4. Es importante recordar que las perspectivas de fondo delineadas por el Santo Padre al término del Gran Jubileo del año 2000 fueron establecidas pensando en las Iglesias particulares, alentadas por el Papa a traducir en «fervor de propósitos y concretas líneas operativas»[6] la gracia recibida durante el año jubilar. Esta gracia lleva consigo un reclamo a la misión evangelizadora de la Iglesia, la cual exige la santidad personal de pastores y fieles, así como un ferviente sentido apostólico en todos ellos, cada uno según su propia vocación, al servicio de las propias responsabilidades y deberes, conscientes de que la salvación eterna de muchos hombres depende de la fidelidad en mostrar a Cristo con la palabra y con la vida. Urge dar mayor impulso al ministerio sacerdotal en la Iglesia particular, y especialmente en la parroquia, sobre la base de la auténtica comprensión del ministerio y de la vida del presbítero.

 Los sacerdotes«hemos sido consagrados en la Iglesia para este ministerio específico. Estamos llamados a contribuir, de varios modos, donde la Providencia nos pone, en la formación de la comunidad del pueblo de Dios. Nuestra tarea consiste en apacentar la grey de Dios que se nos ha confiado, no por la fuerza, sino voluntariamente, no tiranizando, sino dando un testimonio ejemplar (cfr. 1 Pe 5,2-3)(...)Éste es para nosotros el camino de la santidad (...). Ésta es nuestra misión al servicio del pueblo cristiano»[7].

 

ii. Elementos centrales del ministerio y de la vida de los presbíteros

a) La identidad del presbítero

 5. La identidad del sacerdote debe meditarse en el contexto de la voluntad divina a favor de la salvación, puesto que es fruto de la acción sacramental del Espíritu Santo, participación de la acción salvífica de Cristo, y puesto que se orienta plenamente al servicio de tal acción en la Iglesia, en su continuo desarrollo a lo largo de la historia. Se trata de una identidad tridimensional: pneumatológica, cristológica y eclesiólogica. No ha de perderse de vista esta arquitectura teológica primordial en el misterio del sacerdote, llamado a ser ministro de la salvación, para poder aclarar después, de modo adecuado, el significado de su concreto ministerio pastoral en la parroquia[9]. Él es el siervo de Cristo, para ser, a partir de él, por él y con él, siervo de los hombres. Su ser ontológicamente asimilado a Cristo constituye el fundamento de ser ordenado para servicio de la comunidad. La total pertenencia a Cristo, convenientemente potenciada y hecha visible por el sagrado celibato, hace que el sacerdote esté al servicio de todos. El don admirable del celibato[10], de hecho, recibe luz y sentido por la asimilación a la donación nupcial del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, a una humanidad redimida y renovada.

 El ser y el actuar del sacerdote - su persona consagrada y su ministerio - son realidades teológicamente inseparables, y tienen como finalidad servir al desarrollo de la misión de la Iglesia[11]: la salvación eterna de todos los hombres. En el misterio de la Iglesia - revelada como Cuerpo Místico de Cristo y Pueblo de Dios que camina en la historia, y establecida como sacramento universal de salvación[12] -, se encuentra y se descubre la razón profunda del sacerdocio ministerial, «de manera que la comunidad eclesial tiene absoluta necesidad del sacerdocio ministerial para que Cristo, cabeza y pastor, esté presente en ella»[13].

 6. El sacerdocio común o bautismal de los cristianos, como participación real en el sacerdocio de Cristo, constituye una propiedad esencial del Nuevo Pueblo de Dios[14]. «Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en propiedad...» (1 Pe 2,9); «Nos ha hecho estirpe real, sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1,6); «Los hiciste un reino de sacerdotes para nuestro Dios (Ap 5,10)... serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él» (Ap 20,6).Estos pasajes recuerdan lo que había sido dicho en el Éxodo, aplicando al Nuevo Israel lo que allí se decía del Antiguo: «Entre todos los pueblos... vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,5-6); y recuerdan todavía más lo dicho en el Deuteronomio: «Tú eres un Pueblo consagrado al Señor tu Dios; el Señor tu Dios te ha elegido para ser su Pueblo privilegiado entre todos los pueblos que están sobre la tierra» (Dt 7,6).

 «Si el sacerdocio común es consecuencia de que el pueblo cristiano ha sido elegido por Dios como puente con la humanidad y pertenece a todo creyente en cuanto injertado en este pueblo, el sacerdocio ministerial, en cambio, es fruto de una elección, de una vocación específica:  "Jesús llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos" (Lc 6, 13). Gracias al sacerdocio ministerial los fieles son conscientes de su sacerdocio común y lo actualizan (cfr. Ef 4,11-12), pues el sacerdote les recuerda que son pueblo de Dios y los capacita para "ofrecer sacrificios espirituales" (cfr. 1 Pe 2, 5), mediante los cuales Cristo mismo hace de nosotros un don eterno al Padre (cfr. 1 Pe 3,18). Sin la presencia de Cristo representado por el presbítero, guía sacramental de la comunidad, ésta no sería plenamente una comunidad eclesial»[15].

En el seno de este pueblo sacerdotal el Señor ha instituido por tanto un sacerdocio ministerial, al cual son llamados algunos fieles para servir, por medio de la sagrada potestad, a todos los demás con caridad pastoral. El sacerdocio común y el sacerdocio ministerial se distinguen esencialmente y no sólo en grado[16]: no se trata de una mayor o menor intensidad de participación en el único sacerdocio de Cristo, sino de participaciones esencialmente diversas. El sacerdocio común se funda en el carácter bautismal, que es el sello espiritual de pertenencia a Cristo que «capacita y compromete a los cristianos para servir a Dios mediante una participación viva en la santa Liturgia de la Iglesia y a ejercer su sacerdocio bautismal mediante el testimonio de una vida santa y de una caridad eficaz»[17].

 El sacerdocio ministerial, en cambio, se funda en el carácter impreso por el sacramento del Orden, que configura a Cristo sacerdote, y le permite, con la sagrada potestad, actuar en la persona de Cristo Cabeza - in persona Christi Capitis -, para ofrecer el Sacrificio y para perdonar los pecados[18]. A los bautizados que han recibido en un segundo momento el don del sacerdocio ministerial, les es conferida sacramentalmente una nueva y específica misión: impersonar en el seno del pueblo de Dios la triple función – profética, cultual y real – del mismo Cristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia[19]. Por tanto, en el ejercicio de sus específicas funciones actúan in persona Christi Capitis e igualmente, en consecuencia, in nomine Ecclesiae[20].

 7. «Nuestro sacerdocio sacramental, pues, es sacerdocio “jerárquico” y al mismo tiempo “ministerial”. Constituye un ministerium particular, es decir, es “servicio” respecto a la comunidad de los creyentes. Sin embargo, no tiene su origen en esta comunidad, como si fuera ella la que “llama” o “delega”. Éste es, en efecto, don para la comunidad y procede de Cristo mismo, de la plenitud de su sacerdocio (...) Conscientes de esta realidad comprendemos de qué modo nuestro sacerdocio es “jerárquico”, es decir, relacionado con la potestad de formar y dirigir el pueblo sacerdotal (cfr.. Ivi) y precisamente por esto “ministerial”. Realizamos esta función mediante la cual Cristo mismo “sirve” incesantemente al Padre en la obra de nuestra salvación. Toda nuestra existencia sacerdotal está y debe estar impregnada profundamente por este servicio, si queremos realizar de manera real y adecuada el Sacrificio eucarístico in persona Christi»[21].

En los últimos decenios la Iglesia ha conocido problemas de «identidad sacerdotal», derivados, en algunas ocasiones, de una visión teológica que no distingue claramente entre los dos modos de participación en el sacerdocio de Cristo. En algunos ambientes se ha llegado a romper aquel profundo equilibrio eclesiológico, tan propio del Magisterio auténtico y perenne.

 Hoy se dan todas las condiciones para superar el peligro tanto de la «clericalización» de los laicos[22] como de la «secularización» de los ministros sagrados.

El generoso empeño de los laicos en los ámbitos del culto, de la transmisión de la fe y de la pastoral, en un momento además de escasez de presbíteros, ha inducido en ocasiones a algunos ministros sagrados y a algunos laicos a ir más allá de lo que consiente la Iglesia, e incluso de lo que supera su ontológica capacidad sacramental. De aquí se deriva también una minusvaloración teórica y práctica de la específica misión laical, que consiste en santificar desde dentro las estructuras de la sociedad.

De otra parte, en esta crisis de identidad, se produce también la «secularización» de algunos ministros sagrados, por un oscurecimiento de su específico papel, absolutamente insustituible, en la comunión eclesial.

 8. El sacerdote, alter Christus, es en la Iglesia el ministro de las acciones salvíficas esenciales[23]. Por su poder de ofrecer el Sacrificio del Cuerpo y la Sangre del Redentor, por su potestad de anunciar con autoridad el Evangelio, de vencer el mal del pecado mediante el perdón sacramental, él – in persona Christi Capitis – es fuente de vida y de vitalidad en la Iglesia y en su parroquia. El sacerdote no es la fuente de esta vida espiritual, sino el hombre que la distribuye a todo el pueblo de Dios. Es el siervo que, con la unción del espíritu, accede al santuario sacramental: Cristo Crucificado (Cfr. Jn 19, 31-37) y Resucitado (cfr. Jn 20,20-23), del cual emana la salvación. 

En María, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, el sacerdote toma conciencia de ser con Ella, «instrumento de comunicación salvífica entre Dios y los hombres», aunque de modo diferente: la Santísima Virgen mediante la Encarnación, el sacerdote mediante el poder del Orden[24]. La relación del sacerdote con María no se reduce sólo a la necesidad de protección y ayuda; se trata ante todo de tomar conciencia de un dato objetivo: «la cercanía de la Señora», como «presencia operante junto a la cual la Iglesia quiere vivir el misterio de Cristo»[25].

9. En cuanto partícipe de la acción directiva de Cristo Cabeza y Pastor sobre su Cuerpo[26], el sacerdote está específicamente capacitado para ser, en el plano pastoral, el «hombre de la comunión»[27], de la guía y del servicio a todos. Él está llamado a promover y a mantener la unidad de los miembros con la cabeza, y de todos entre sí. Por vocación, él une y sirve a la doble dimensión que la misma función pastoral de Cristo posee (Cfr. Mt 20,28; Mc 10,45; Lc 22,27). La vida de la Iglesia requiere, para su desarrollo, energías que sólo este ministerio de la comunión, de la guía y del servicio puede ofrecer. Exige sacerdotes que, totalmente asimilados al Maestro, depositarios de una vocación originaria a la plena identificación con Cristo, vivan ,“con” Él y “en” Él, todo el conjunto de las virtudes manifestadas en Cristo Pastor, y que, entre otras cosas, recibe luz y sentido de la asimilación a la donación nupcial del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, a una humanidad redimida y renovada. Exige que haya sacerdotes que quieran ser fuente de unidad y de donación fraterna a todos –especialmente a los más necesitados–, hombres que reconozcan su identidad sacerdotal en el Buen Pastor[28], y que esa imagen sea vivida internamente y manifestada externamente de modo que todos puedan reconocerla, en cualquier lugar y tiempo[29].

 El sacerdote hace presente a Cristo Cabeza de la Iglesia mediante el ministerio de la Palabra, participación en su función profética[30]. In persona et in nomine Christi, el sacerdote es ministro de la palabra evangelizadora, que invita a todos a la conversión y a la santidad; es ministro de la palabra cultual, que ensalza la grandeza de Dios y da gracias por su misericordia; es ministro de la palabra sacramental, que es fuente eficaz de gracia. Según esta múltiple modalidad el sacerdote, con la fuerza del Paráclito, prolonga la enseñanza del divino Maestro en el interior de su Iglesia.

b) La unidad de vida

10. La configuración sacramental con Jesucristo impone al sacerdote un nuevo motivo para alcanzar la santidad[31], a causa del ministerio que le ha sido confiado, que es en sí mismo santo. Esto no significa que la santidad, a la cual son llamados los sacerdotes, sea subjetivamente mayor que la santidad a la que son llamados todos los fieles cristianos por motivo del bautismo. La santidad es siempre la misma[32], si bien con diversas expresiones[33], pero el sacerdote debe tender a ella por un nuevo motivo: corresponder a la nueva gracia que le ha conformado para representar a la persona de Cristo, Cabeza y Pastor, como instrumento vivo en la obra de la salvación[34]. En el cumplimiento de su ministerio, por tanto, aquel que es “sacerdos in aeternum”, debe esforzarse por seguir en todo el ejemplo del Señor, uniéndose a Él «en el conocimiento de la voluntad del Padre, y en el don de sí mismos por el rebaño»[35]. Sobre este fundamento de amor a la voluntad divina y de caridad pastoral se construye la unidad de vida[36], es decir, la unidad interior[37] entre la vida espiritual y la actividad ministerial. El crecimiento de esta unidad de vida se fundamente en la caridad pastoral[38] nutrida por una sólida vida de oración, de manera que el presbítero ha de ser inseparablemente testimonio vivo de caridad y maestro de vida interior.

 11. La entera historia de la Iglesia se encuentra iluminada por espléndidos modelos de donación pastoral verdaderamente radical. Existe ciertamente un numeroso batallón de santos sacerdotes que, como el Cura de Ars, patrono de los párrocos, han llegado a una eximia santidad a través de la generosa e incansable dedicación a la cura de almas, acompañada de una profunda ascesis y de una gran vida interior. Estos pastores, inflamados por el amor de Cristo y por la consiguiente caridad pastoral, constituyen un Evangelio vivo.

 Algunas corrientes culturales contemporáneas confunden la virtud interior, la mortificación y la espiritualidad con una forma de intimismo, de alienación y, por tanto, de egoísmo incapaz de comprender los problemas del mundo y de la gente. Se ha desarrollado también, en algunos lugares, una tipología multiforme de presbíteros: desde el sociólogo al terapeuta, del obrero al político, al “manager”... hasta llegar al sacerdote “jubilado”. A este propósito se debe recordar que el presbítero es portador de una consagración ontológica que se extiende a tiempo completo. Su identidad de fondo hay que buscarla en el carácter conferido por el sacramento del Orden, por el cual se desarrolla fecundamente la gracia pastoral. Por tanto, el presbítero debería saber actuar siempre en cuanto sacerdote. Él, como decía San Juan Bosco, es sacerdote tanto en el altar y en el confesionario como en la escuela o por la calle: en cualquier sitio. Alguna vez los mismos sacerdotes son inducidos, por circunstancias actuales, a pensar que su ministerio se encuentra en la periferia de la vida, cuando en realidad se encuentra en el corazón mismo de ella, puesto que tiene la capacidad de iluminar, reconciliar y renovar todas las cosas.

  Puede suceder también que algunos sacerdotes, tras haber comenzado su ministerio con un entusiasmo cargado de ideales, experimenten el desinterés y la desilusión, e incluso el fracaso. Muchas son las causas: desde la deficiente formación hasta la falta de fraternidad en el presbiterio diocesano, desde el aislamiento personal hasta la ausencia de interés y apoyo por parte del Obispo[39] mismo y de la comunidad, desde los problemas personales, incluso de salud, hasta la amargura de no encontrar respuestas y soluciones, desde la desconfianza por la ascesis y el abandono de la vida interior hasta la falta de fe.

 De hecho el dinamismo ministerial exento de una sólida espiritualidad sacerdotal se traduciría en un activismo vacío y privado de valor profético. Resulta claro que la ruptura de la unidad interior en el sacerdote es consecuencia, sobre todo, del enfriamiento de su caridad pastoral, o sea, del descuido a la hora de «custodiar con amor vigilante el misterio del que es portador para el bien de la Iglesia y de la humanidad»[40].

 Entretenerse en coloquio íntimo de adoración frente al Buen Pastor, presente en el Santísimo Sacramento del altar, constituye una prioridad pastoral superior con mucho a cualquier otra. El sacerdote, guía de una comunidad, debe poner en práctica esta prioridad para no caer en la aridez interior y convertirse en canal seco, que a nadie puede ofrecer cosa alguna.

La obra pastoral de mayor relevancia es, sin duda alguna, la espiritualidad. Cualquier plan pastoral, cualquier proyecto misionero, cualquier dinamismo en la evangelización, que prescindiese del primado de la espiritualidad y del culto divino estaría destinado al fracaso.

 c) Un camino específico hacia la santidad

 12. El sacerdocio ministerial, en la medida en que configura con el ser y el obrar sacerdotal de Cristo, introduce una novedad en la vida espiritual de quien ha recibido este don. Es una vida espiritual conformada por la participación en la capitalidad de Cristo en su Iglesia, y que madura en el servicio ministerial a ella: una santidad en el ministerio y para el ministerio.

 13. La profundización en la «conciencia de ser ministro»[41] es, por tanto, de gran importancia para la vida espiritual del sacerdote y para la eficacia de su ministerio mismo.

 La relación ministerial con Jesucristo «instaura y exige en el sacerdote una posterior relación que procede de la “intención”, es decir, de la voluntad consciente y libre de hacer, mediante los gestos ministeriales, lo que quiere hacer la Iglesia»[42]. La expresión «tener la intención de hacer lo que hace la Iglesia» ilumina la vida espiritual del ministro sagrado, invitándole a reconocer la personal instrumentalidad al servicio de Cristo y de su Esposa, y a ponerla en práctica en las concretas acciones ministeriales. La «intención», en este sentido, contiene necesariamente una relación con el actuar de Cristo Cabeza en y a través de la Iglesia, adecuación a su voluntad, fidelidad a sus disposiciones, docilidad a sus gestos: el quehacer ministerial es instrumento del obrar de Cristo y de la Iglesia, que es su Cuerpo.

Se trata de una voluntad personal permanente: «Semejante relación tiende, por su propia naturaleza, a hacerse lo más profunda posible, implicando la mente, los sentimientos, la vida, o sea, una serie de disposiciones morales y espirituales correspondientes a los gestos ministeriales que el sacerdote realiza»[43].

 La espiritualidad sacerdotal exige respirar un clima de cercanía al Señor Jesús, de amistad y de encuentro personal, de misión ministerial «compartida», de amor y servicio a su Persona en la «persona» de la Iglesia, su Cuerpo, su Esposa. Amar a la Iglesia y entregarse a ella en el servicio ministerial requiere amar profundamente al Señor Jesús. «Esta caridad pastoral fluye, sobre todo, del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Cosa que no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran más íntimamente cada vez, por la oración, en el misterio de Cristo».[44]

 En la penetración de este misterio viene en nuestra ayuda la Virgen Santísima, asociada al Redentor, porque «cuando celebramos la Santa Misa, en medio de nosotros está la Madre del Hijo de Dios y nos introduce en el misterio de su ofrenda de redención. De este modo, se convierte en mediadora de las gracias que brotan de esta ofrenda para la Iglesia y para todos los fieles»[45]. De hecho, «María fue asociada de modo único al sacrificio sacerdotal de Cristo, compartiendo su voluntad de salvar el mundo mediante la cruz. Ella fue la primera persona y la que con más perfección participó espiritualmente en su oblación de Sacerdos et Hostia. Como tal, a los que participan en el plano ministerial del sacerdocio de su Hijo puede obtenerles y darles la gracia del impulso para responder cada vez mejor a las exigencias de la oblación espiritual que el sacerdocio implica: sobre todo, la gracia de la fe, de la esperanza y de la perseverancia en las pruebas, reconocidas como estímulos para una participación más generosa en la ofrenda redentora»[46].

 La Eucaristía debe ocupar para el sacerdote «el lugar verdaderamente central de su ministerio»[47], porque en ella está contenido todo el bien espiritual de la Iglesia y es de por sí fuente y culmen de toda la evangelización[48]. ¡De aquí la posición tan relevante que ocupa dentro de la jornada la preparación a la Santa Misa, su celebración cotidiana[49], la acción de gracias y la visita a Jesús Sacramentado!

 14. El sacerdote, además del Sacrificio eucarístico, celebra diariamente la sagrada Liturgia de las Horas, a la que se ha comprometido libremente con obligación grave. Por la inmolación incruenta de Cristo sobre el altar, por la celebración del Oficio divino junto con toda la Iglesia, el corazón del sacerdote intensifica su amor al divino Pastor, haciéndolo visible a los fieles. El sacerdote ha recibido el privilegio de “hablar a Dios en nombre de todos”, de hacerse “como la boca de toda la Iglesia”[50]; completa con el oficio divino lo que falta a la alabanza de Cristo, y en cuanto embajador acreditado, su intercesión está entre las más eficaces para la salvación del mundo[51].

 d) La fidelidad del sacerdote a la disciplina eclesiástica

 15. La «conciencia de ser ministro» comporta también la conciencia del actuar orgánico del cuerpo de Cristo. De hecho, la vida y la misión de la Iglesia, para poder desarrollarse, exigen un ordenamiento, unas reglas y unas leyes de conducta, es decir, un orden disciplinar. Es preciso superar cualquier prejuicio frente a la disciplina eclesiástica, comenzando por la expresión misma, y superar también cualquier temor o complejo a la hora de referirse a ella o de solicitar oportunamente su cumplimiento. Cuando se observan las normas y los criterios que constituyen la disciplina eclesiástica, se evitan las tensiones que, de otro modo, comprometerían el esfuerzo pastoral unitario del cual la Iglesia tiene necesidad para cumplir eficazmente su misión evangelizadora. La asunción madura del propio empeño ministerial comprende la certeza de que la Iglesia «necesita unas normas que pongan de manifiesto su estructura jerárquica y orgánica, y que ordenen debidamente el ejercicio de los poderes confiados a ella por Dios, especialmente el de la potestad sagrada y el de la administración de los sacramentos»[52].

 Además, la conciencia de ser ministro de Cristo y de su Cuerpo místico implica el empeño por cumplir fielmente la voluntad de la Iglesia, que se expresa concretamente en las normas[53]. La legislación de la Iglesia tiene como fin una mayor perfección de la vida cristiana, para un mejor cumplimiento de la misión salvífica, y por tanto, es preciso vivirla con ánimo sincero y buena voluntad.

 Entre todos los aspectos, merece particular atención el de la docilidad a las leyes y a las disposiciones litúrgicas de la Iglesia, es decir, el amor fiel a una normativa que tiene el fin de ordenar el culto de acuerdo con la voluntad del Sumo y Eterno Sacerdote y de su Cuerpo místico. La sagrada Liturgia es considerada como el ejercicio del sacerdociode Jesucristo[54], acción sagrada por excelencia, «cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza»[55]. Por consiguiente, éste es el ámbito donde mayor debe ser la conciencia de ser ministro, y de actuar en conformidad con los compromisos libre y solemnemente asumidos ante Dios y la comunidad. «La reglamentación de la sagrada liturgia es de la competencia exclusiva de la autoridad eclesiástica; ésta reside en la Sede Apostólica y, en la medida que determine la ley, en el Obispo. (...) Por lo mismo, que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia»[56]. Arbitrariedades, expresiones subjetivistas, improvisaciones y desobediencia en la celebración eucarística constituyen otras tantas evidentes contradicciones con la esencia misma de la Santísima Eucaristía, que es el sacrificio de Cristo. Lo mismo vale para la celebración de los otros sacramentos, sobre todo para el Sacramento de la Penitencia, mediante el cual se perdonan los pecados y se reconcilia uno con la Iglesia[57].

 Una atención análoga han de prestar los presbíteros a la participación auténtica y consciente de los fieles en la sagrada Liturgia, que la Iglesia no deja de promover[58]. En la sagrada Liturgia existen funciones que pueden ser desempeñadas por fieles que no han recibido el Sacramento del Orden; otras, en cambio, son propias y absolutamente exclusivas de los ministros ordenados[59]. El respeto por las distintas identidades del estado de vida, su mutua complementariedad para la misión, exigen evitar cualquier confusión en esta materia.

e) El sacerdote en la comunión eclesial

 16. Para servir a la Iglesia —comunidad orgánicamente estructurada por fieles dotados de la misma dignidad bautismal, pero con carismas y funciones diversos— es necesario conocerla y amarla, no como la querrían efímeras corrientes de pensamiento o ideologías diversas, sino como ha sido querida por Jesucristo, que la ha fundado. La función ministerial de servicio a la comunión, a partir de la configuración con Cristo Cabeza, exige conocer y respetar la especifidad del papel del fiel laico, promoviendo de todas las formas posibles la asunción por parte de cada uno de la propia responsabilidad. El sacerdote está al servicio de la comunidad, pero a su vez se encuentra sostenido por la comunidad. Éste tiene necesidad de la aportación del laicado, no sólo para la organización y la administración de su comunidad, sino también para la fe y la caridad; existe una especie de ósmosis entre la fe del presbítero y la fe de los otros fieles. Las familias cristianas y las comunidades de gran fervor religioso a menudo han ayudado a los sacerdotes en los momentos de crisis. Es también importante, por este motivo, que los presbíteros conozcan, estimen y respeten las características del seguimiento de Cristo propio de la vida consagrada, tesoro preciosísimo de la Iglesia, y testimonio de la fecunda labor del Espíritu Santo en ella.

 En la medida en que los presbíteros son signos vivos y al mismo tiempo servidores de la comunión eclesial, se integran en la unidad viviente de la Iglesia prolongada en el tiempo, que es la sagrada Tradición, de la que el Magisterio es custodio y garante. La fecunda referencia a la Tradición concede al ministerio del presbítero la solidez y la objetividad del testimonio de la Verdad, que en Cristo se ha revelado en la historia. Esto le ayuda a huir del prurito de novedad, que daña la comunión y vacía de profundidad y de credibilidad el ejercicio del ministerio sacerdotal.

 De modo especial el párroco debe promover pacientemente la comunión de la propia parroquia con su Iglesia particular y con la Iglesia universal. Por lo mismo, debe ser también verdadero modelo de adhesión al Magisterio perenne de la Iglesia y a su disciplina.

 f) Sentido de lo universal en lo particular

 17. «Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su “estar en una Iglesia particular” constituye, por su propia naturaleza, un elemento calificativo para vivir una espiritualidad cristiana. Por ello, el presbítero encuentra, precisamente en su pertenencia y dedicación a la Iglesia particular, una fuente de significados, de criterios de discernimiento y de acción, que configuran tanto su misión pastoral, como su vida espiritual»[60]. Se trata de una materia importante, de la que se debe adquirir una visión amplia, que tenga en cuenta cómo «la pertenencia y dedicación a una Iglesia particular no circunscriben la actividad y la vida del presbítero, pues, dada la misma naturaleza de la Iglesia particular y del ministerio sacerdotal, aquellas no pueden reducirse a estrechos límites»[61].

 El concepto de incardinación, modificado por el Concilio Vaticano II y expresado en el Código[62], permite superar el peligro de encerrar el ministerio de los presbíteros dentro de límites estrechos, no tanto geográficos como psicológicos o incluso teológicos. La pertenencia a una Iglesia particular y el servicio pastoral a la comunión dentro de ella —elementos de orden eclesiológico— encuadran también existencialmente la vida y la actividad de los presbíteros, y les dan una fisonomía constituida por orientaciones pastorales específicas, metas, dedicación personal a tareas determinadas, encuentros pastorales, e intereses compartidos. Para comprender y amar efectivamente a la Iglesia particular, así como la pertenencia y la dedicación a ella, sirviéndola y sacrificándose por ella hasta la entrega de la propia vida, es necesario que el ministro sagrado sea cada vez más consciente de que la Iglesia universal «es una realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia particular»[63]. De hecho, no es la suma de las Iglesias particulares lo que constituye la Iglesia universal. Las Iglesias particulares, en y desde la Iglesia universal, deben estar abiertas a una realidad de verdadera comunión de personas, de carismas, de tradiciones espirituales, más allá de cualquier frontera geográfica, intelectual o psicológica[64]. ¡El presbítero ha de tener claro que una sola es la Iglesia! La universalidad, es decir, la catolicidad, debe llenar con su propia sustancia la particularidad. El profundo, verdadero y vital vínculo de comunión con la Sede de Pedro constituye la garantía y la condición necesaria de todo esto. La misma acogida motivada, difusión y aplicación fiel de los documentos papales y de aquellos que emanan los Dicasterios de la Curia Romana es una expresión de ello.

 Hemos considerado el ser y la acción de todo sacerdote en cuanto tal. Ahora nuestra reflexión se dirige de modo específico al sacerdote constituido en el oficio de párroco.