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EL TESORO DEL ESCRIBA   (La formación permanente del presbítero)

“El Espí­ritu del Señor está sobre mí. La vida espiritual del sacerdote” EL TESORO DEL ESCRIBA

“El Espí­ritu del Señor está sobre mí. La vida espiritual del sacerdote”

EL TESORO DEL ESCRIBA

 

La formación permanente del presbítero

 

Carlo Maria Martini

 

Premisa

Son muchos los temas que las lecturas de hoy nos sugieren para este encuentro tradicio­nal del jueves santo, en este día en el que todo el presbiterio se siente unido en torno al altar -obispos, presbíteros diocesanos y religiosos, diáconos, seminaristas- y también en comu­nión con los que están enfermos o impedidos (recordamos con particular afecto a su eminen­cia el cardenal Giovanni Colombo, que celebra su 90 cumpleaños).

Es muy importante para mí el tema expre­sado en la misión, confiada al siervo consagra­do con la unción, de “consolar a los afligidos [...], alegrar [...], cambiar su traje de luto por perfumes de fiesta, y su abatimiento por cánti­cos” (cf. Is 61,1-3). Quisiera tratar este tema no tanto en relación con lo que nosotros debemos hacer por otros, sino a lo que pido al Espíritu Santo que suscite en nosotros. Es decir, hacer­nos gustar la consolación del Señor para des­pués derramarla sobre tanta gente que tiene extrema necesidad de ella, personas de toda edad y condición; presentarnos a todos como personas que se alegran en el Señor, que gozan de su consolación.

Sin embargo, siento que es también hoy mi deber hablar de otra cuestión. Juan Pablo II, en su brevísima carta a los sacerdotes con oca­sión del jueves santo de 1992, presentó la am­plia exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis, sobre la formación sacerdotal (fechada el 25 de marzo de 1992), y lo hizo con las siguientes palabras: “Hoy deseo depositar a los pies de Cristo, sacerdote y pastor de nues­tras almas, este texto, fruto de la plegaria y de la reflexión de los padres sinodales. Junto con vosotros, deseo recogerlo del altar de aquel úni­co y eterno sacerdocio del Redentor, del cual hemos participado sacramentalmente durante la última cena”.

La exhortación apostólica Pastores dabo vobis

Movido, pues, por la profundidad de las palabras del papa, quiero meditar sobre algunas páginas de esta exhortación apostólica. En realidad no nos alejamos de las lecturas bíblica» de la misa, puesto que el comienzo del texto de Isaías -“El Espíritu del Señor está sobre mí”, recogido por Jesús en la sinagoga de Nazaret (cf. Le 4,18-19)- constituye el título del tercer capítulo de la exhortación apostólica: “El Espí­ritu del Señor está sobre mí. La vida espiritual del sacerdote”. Escribe Juan Pablo II: “Jesús hace resonar también hoy en nuestro corazón de sacerdotes las palabras que pronunció en la sina­goga de Nazaret. Efectivamente, nuestra fe nos revela la presencia operante del Espíritu de Cris­to en nuestro ser, en nuestro actuar y en nuestro vivir tal como lo ha configurado, capacitado y plasmado el sacramento del orden” (n. 33).

También en el sexto capítulo de la exhorta­ción, dedicado a la formación permanente, y que quisiera tomar en consideración más con­cretamente con vosotros, se destaca la función del Espíritu Santo como la de aquel que “infun­de la caridad pastoral e inicia y acompaña al sacerdote a conocer cada vez más profunda­mente el misterio de Cristo” (n. 70).

El tema de la formación permanente nos concierne a todos nosotros, obispos y presbíteros, y ha sido objeto de reflexión en las recientes sesiones del consejo presbiteral y del consejo pastoral diocesano. Por eso me detengo en el capítulo sexto de la exhortación y dejo a la atención especial de los superiores del seminario el capítulo sobre la formación de los candi­datos al sacerdocio, mientras que el de la voca­ción sacerdotal en la pastoral de la Iglesia podrá servir de estímulo a todos los fieles.

Por otra parte, tendremos ocasión de subra­yar visualmente los temas del seminario y de las vocaciones en la misa de la “cena Domini” al elegir a los seminaristas como las personas a las que el obispo lavará los pies, para mostrar hasta qué punto deben ser ellos importantes para toda la Iglesia diocesana.

El tesoro del escriba

El capítulo 6 de la exhortación apostólica Pastores dabo vobis lleva por título: “Te reco­miendo que reavives el carisma de Dios que está en ti. La formación permanente de los sacerdo­tes”. El papa considera que las palabras del após­tol Pablo al obispo Timoteo (cf. 2 Tim 1,6) se pueden “aplicar legítimamente a la formación permanente a la que están llamados todos los sacerdotes en razón del ‘don de Dios’ que han recibido con la ordenación sagrada” (n. 70).

Aun tomando como referencia la invita­ción de Pablo a Timoteo (“Te recomiendo que reavives el carisma”), no quiero renunciar a una imagen bíblica que en su carácter visual y simbólico nos dice con brevedad qué es lo que está en juego en el tema de la formación per­manente.

Es la imagen del “maestro de la ley que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos”, que “es como un padre de familia que saca de su tesoro cosas nuevas y viejas” (Mt 13,52).

La expresión “padre de familia” se refiere a aquel que trata las cosas de familia con el áni­mo del “pater familias”, a aquel que ama sus cosas incluso antes de sentirse su dueño, a aquel que atesora para los hijos y siente una santa reve­rencia por los abuelos.

Este padre de familia saca de su tesoro (del armario o de la caja fuerte) muchos bienes pre­ciosos. Sabe que su casa es muy sólida y que no se padecerá hambre ni frío porque sus antepa­sados fueron previsores y procuraron también para los hijos y para los hijos de los hijos.

Este padre saca del tesoro cosas viejas, anti­guas, de las que no se avergüenza en absoluto porque sabe reconocer su valor permanente, y cosas nuevas, de las que no se asombra porque también son don de Dios.

Así se nos pide ser hoy “administradores prudentes de los dones de Dios” (cf. Le 12,42; 1 Cor 4,1), sacando de los tesoros de la Iglesia los de la tradición perenne, que no han perdido nada de su esplendor, y sin despreciar lo nuevo que el Espíritu hace crecer en medio de nosotros.

Por otro lado, el Concilio Vaticano II habla de un crecimiento en la misma tradición de la Iglesia: “Esta Tradición, que deriva de los após­toles, progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo: puesto que va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya sea por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón, ya sea por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya sea por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad. Es decir, la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios” (DV 8).

Creo que el desafío de la formación perma­nente para un presbítero consiste en esto: en continuar creciendo con la Iglesia, al ritmo de la Iglesia, bajo el impulso del Espíritu que mue­ve a la Iglesia y la hace avanzar cada día hacia nuevos horizontes. Cada presbítero contribuirá así a la realización del lema ambrosiano: “Nova quaerere et parta custodire”.

 

“Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti”

La formación permanente de los sacerdotes

Dejando a vuestra lectura personal o de gru­po la exhortación apostólica, quiero echar un vistazo general al capítulo 6, que comprende seis partes:

  • Razones teológicas de la formación per­manente.
  • Los diversos aspectos de la formación permanente.
  • Significado profundo de la formación permanente.
  • En cualquier edad y situación.
  • Los responsables de la formación perma­nente.
  • Momentos, formas y medios de la for­mación permanente.

1. Las razones teológicas están expuestas con amplitud y no recuerdo haberlas encontrado des­critas con anterioridad de una forma tan solem­ne. Se subraya que este “reavivar” el fuego del don divino es efecto de un dinamismo de gracia intrínseco al don sacramental, que ha marcado al sacerdote para siempre y le ha introducido en una condición de vida que implica a toda su existencia, haciéndole partícipe del poder, del ministerio y del amor de Cristo y asegurándole todas las gracias actuales útiles para el digno cumplimiento del ministerio recibido.

La exhortación dice, además, que la respues­ta inicial a la llamada de Jesús, la del día de la ordenación, debe renovarse y reafirmarse con­tinuamente durante los años del sacerdocio en otras numerosísimas respuestas, enraizadas todas ellas y vivificadas por el “sí” del orden sagrado: “En este sentido, se puede hablar de una vocación ‘en’ el sacerdocio” (n. 70), porque Dios sigue llamando y enviando, “revelando su designio salvífico en el desarrollo histórico de la vida del sacerdote y de las vicisitudes de la Iglesia y de la sociedad. Y precisamente en esta perspectiva emerge el significado de la forma­ción permanente, que es necesaria para discer­nir y seguir esta continua llamada o voluntad de Dios” (n. 70).

La formación permanente es presentada también como fidelidad al ministerio sacerdotal y como proceso de continua conversión, como un acto de amor al pueblo de Dios; incluso más, como un acto de justicia verdadera y propia, exigencia intrínseca al don y al ministerio sacerdotal recibido. Se trata de una serie impo­nente de argumentos teológicos, que me limito a señalar, e invito a cada uno de vosotros a pro­fundizarlos.

Añado, sin embargo, un aspecto que con­cierne particularmente a nuestra diócesis, al cual alude la exhortación al final de la primera parte del capítulo 6: la formación permanente es hoy particularmente urgente “por los rápidos cambios de las condiciones sociales y cultura les” (n. 70). A lo largo del siglo XX, y sobretodo en las últimas décadas, hemos asistido a una serie de cambios que han transformado profundamente el contexto social actual res­pecto al de hace treinta o cincuenta años. Se han transformado incluso los tiempos y los modos con los que los creyentes tienen acceso a la Palabra y a la vivencia de los sacramentos. No hay por qué asombrarse, por tanto, si muchos de nuestros fieles tienen la impresión de perder los puntos de referencia esenciales y no pocos corren el riesgo de encerrarse en la memoria del pasado. Estos mismos fieles nos piden que les ayudemos a vivir hoy la fe y la religión sin renunciar al misterio, a la fe y a la catequesis en que fueron iniciados en décadas pasadas.

2. Los diversos aspectos de la formación permanente. El papa subraya la dimensión huma­na, la espiritual, la intelectual y la pastoral, y señala la importancia de integrarlas en una uni­dad interior que estará garantizada por la caridad pastoral.

Considero que este párrafo es muy impor­tante. Cuántas veces escucho a los sacerdotes, sobre todo a los jóvenes, preguntarme: “¿Cómo podemos alcanzar la unidad interior en nosotros mismos? ¿Cómo podemos no dejarnos dividir, fragmentar, por los múltiples y diversos queha­ceres del ministerio? Y les respondo que yo mis­mo tengo este problema, al que no sabemos ha­cer frente sino por la gracia misericordiosa del Espíritu, una gracia que requiere por nuestra parte una gran vigilancia y un espíritu contem­plativo. En otras palabras: “Solo la formación permanente ayuda al sacerdote a custodiar con amor vigilante el ‘misterio’ del que es portador para el bien de la Iglesia y de la humanidad” (n. 72).

3. El significado profundo de la formación permanente debe ser acogido en el hecho de que esta ayuda al sacerdote “a conservar y desarro­llar en la fe la conciencia de la verdad entera y sorprendente de su propio ser” sacerdotal, en orden a su presencia y acción en la Iglesia, “mysterium, commmunio et missio”.

Al hablar de la Iglesia “communio”, la ex­hortación recuerda la conciencia de ser miem­bro de la Iglesia particular en la que el sacerdo­te está incardinado en y con el propio presbite­rio unido al obispo. También forman parte del único presbiterio, por razones diversas, los presbíteros religiosos residentes o que trabajan en una Iglesia particular. Los diferentes carismas “contribuyen a estimular y acompañar la formación permanente de los sacerdotes” (n. 74).

Siguiendo en este contexto de la Iglesia co­munión, se afronta el problema de la “soledad del sacerdote”, ya sea la que “forma parte de la experiencia de todos y es algo absolutamente normal”, o la que “nace de dificultades diversas y, a su vez, provoca nuevas dificultades”. Sin embargo, el papa afirma que “cierta forma de soledad es un elemento necesario para la for­mación permanente. Jesús con frecuencia se retiraba solo a rezar (cf. Mt 14,23)” (n. 74).

4. En la cuarta parte se subraya que la for­mación debe acompañar a los sacerdotes siem­pre, en cualquier edad y situación de su vida. “La formación permanente es un deber, ante todo, para los sacerdotes jóvenes”; se realiza por ellos y para ellos sistemáticamente y es necesaria por tanto una adecuada estructura de apoyo, de encuentros periódicos frecuentes.

Queremos dar gracias al Señor por la previ­sión de cuantos han trabajado entre nosotros en este ámbito, en nuestra diócesis, puesto que se ha hecho un gran camino y seguimos avan­zando bien. Estoy seguro de que el acompaña­miento durante los primeros años del ministerio -tan aconsejado por la exhortación apostólica del papa- será interpretado por todos como una atención emblemática de todo el presbiterio; no como un privilegio de unos pocos, sino como un estímulo y una posibilidad de gracia para todos.

En efecto, vivir la acogida de los sacerdotes más jóvenes es para un presbiterio una ocasión singular de renovación que remite gozosamen­te a las raíces del ministerio. Así pues, no va en detrimento de la unidad de formación, porque sus frutos son accesibles para todos y porque en los arciprestazgos el trabajo se lleva a cabo en común.

El papa subraya a continuación que la for­mación permanente constituye también un deber para los presbíteros de mediana edad: “Fre­cuentemente el sacerdote sufre una especie de peligroso cansancio interior, fruto de las difi­cultades y los fracasos. La respuesta a esta situa­ción la ofrece la formación permanente; la con­tinua y equilibrada revisión de sí mismo y de la propia actividad; la búsqueda constante de motivaciones y medios para la propia misión. De esta manera, el sacerdote mantendrá el espíritu vigilante y dispuesto a las constantes y siempre nuevas peticiones de salvación que recibe como ‘hombre de Dios’” (n. 77).

Y respecto a los presbíteros que, por su edad avanzada, podemos denominar ancianos, el papa dice que “la formación permanente no signifi­cará tanto un compromiso de estudio, actuali­zación o diálogo cultural cuanto la confirmación serena y alentadora de la misión que todavía están llamados a llevar a cabo en el presbiterio” (n. 77). Así, quiero añadir que considero muy grata y útil la participación de los sacerdotes ancianos en encuentros culturales y en sema­nas de estudio en régimen de residencia, pre­cisamente porque nos aporta su experiencia y sabiduría.

5. Respecto a la quinta parte de este capí­tulo 6, que reflexiona sobre los responsables de la formación permanente, me limito a recordar una insistencia de gran relevancia: el primer res­ponsable de la formación permanente es “toda la Iglesia particular”, y la “participación de vida entre el presbítero y la comunidad, si se ordena y lleva a cabo con sabiduría, supone una apor­tación fundamental a la formación permanente” (n. 78). Se pone de relieve aquí el valor de la cercanía entre el sacerdote y el pueblo de Dios, que es una preciosa característica de nuestra Iglesia. “Todos los miembros del pueblo de Dios pueden y deben ofrecer una valiosa ayuda a la formación permanente de sus sacerdotes” (n. 78).

6. Finalmente, los nn. 80-81 de la exhorta­ción apuntan a los momentos, formas y medios de la formación permanente. A este propósito, os resultan bien conocidas las muchas iniciativas diocesanas que se están llevando a cabo, y a su debido tiempo os pondremos en conocimiento de otras. Quiero señalar, sin embargo, el hecho de que, para las dimensiones de nuestra diócesis, el arciprestazgo representa una estructura importante también para la formación perma­nente. El arciprestazgo puede ser considerado, con toda razón, un punto estratégico y, por tan­to, será necesaria una adecuada atención a los métodos de trabajo que le son propios, distin­guiendo entre lo que se debe exigir al arciprestazgo y lo que debe ofrecerse, en cambio, a unos niveles mucho más amplios

Conclusión

Quiero concluir con unas palabras del papa que pueden ser un estímulo para todos noso­tros: cada sacerdote es “el primer responsable en la Iglesia de la formación permanente [...]. Los reglamentos o normas de la autoridad ecle­siástica al respecto, como también el propio ejemplo de los demás sacerdotes, no bastan para hacer apetecible la formación permanente si el individuo no está personalmente conven­cido de su necesidad y decidido a valorar sus ocasiones, tiempos y formas. La formación permanente mantiene la juventud del espíritu, que nadie puede imponer desde fuera, sino que cada uno debe encontrar continuamente en su interior. Solo el que conserva siempre vivo el deseo de aprender y crecer posee esta ‘juventud’” (n. 79). Los sacerdotes de edad más madura recordarán que hace muchos años empezábamos la celebración eucarística precisa­mente así, dirigiéndonos “ad Deum qui laetificat iuventutem meam”.

Que el Señor derrame el óleo santo del gozo, consolación y cantos de alabanza, para que podamos revivir en la juventud del espíritu nuestro ministerio y experimentarlo como un suave yugo y un peso ligero que Jesús nos ha ofrecido en la gracia del Espíritu Santo, y sepa­mos sacar de nuestro tesoro “cosas nuevas y cosas viejas”.

 

Homilía para la misa Crismal de jueves santo