En el pasado hubo numerosos y valiosos escritores quienes prestaron un servicio a la Iglesia con sus escritos y fueron juzgados con severidad e injusticia e incluidos en el Índice de libros prohibidos. La lista es larga, sin embargo ellos no modificaron su actitud de respeto a la Iglesia y, manteniendo el amor a la verdad y a la honestidad intelectual y moral, han sido un ejemplo de fidelidad a aquella. El capítulo sobre nuestras tentaciones con respecto a la Iglesia del padre Henri de Lubac, en su libro Meditaciones sobre la Iglesia, es una muestra de ello.
El personaje a quien nos vamos a referir y al que ciertamente aludió el Papa Francisco en una de sus intervenciones se llama Antonio Rosmini-Serbati. Nació en Rovereto(Trentino) en 1797, realizó estudios de teología en la universidad de Padua, y también siguió cursos de medicina, agricultura y letras; en 1821 fue ordenado sacerdote y regresó a Trentino para dedicarse a fondo a la renovación de la vida pastoral. En 1826 se trasladó a Milán, donde entabló una profunda amistad con Manzoni, el autor de la novela “Los novios”. En 1828 fundó en el Sacro Monte Calvario, cerca de Domodossola, una congregación religiosa a la cual denominó Instituto de la Caridad, que la Iglesia aprobó en 1839. Además estableció la rama femenina que denominó Hermanas de la Providencia, dedicadas a la educación de los niños en asilos infantiles y en escuelas de primera enseñanza. En 1831 escribió la obra Las cinco llagas de la Iglesia que fue incluida en el Indice. Su producción filosófica fue muy vasta; entre los años 1830 y 1850 escribió obras sobre el origen de las ideas, principios de la ciencia moral, antropología, filosofía de la política, filosofía del derecho, teodicea y psicología. El papa Pío IX lo acogió con gran afecto. Su nombre fue considerado como secretario de Estado. Al huir el Papa a Gaeta, éste le pidió que lo acompañara. Por su oposición a las políticas que pretendían suprimir la Constitución y apelar a las fuerzas extranjeras, cayó en desgracia ante la Curia; en junio de 1848 se despidió del papa y partió hacia Stressa. Durante el viaje le llegó la noticia de que sus obras La Constitución según la justicia social y Las cinco llagas de la Iglesia habían sido colocadas en el Índice de Libros Prohibidos. Atacado por los jesuitas, pero confortado por sus amigos, entre ellos Manzoni, Rosmini pasó en Stressa sus últimos días, falleciendo allí el primero de julio de 1855.
Una de las preocupaciones de Rosmini fue la renovación de la política y de la vida religiosa, de ahí su interés por remediar lo que consideraba como los males más graves de la Iglesia de entonces: división entre el pueblo y el clero cristianos, insuficiente educación del clero, falta de unidad entre los obispos, interferencias del poder secular en el nombramiento de los obispos, y falta de una pública rendición de cuentas en la administración de los bienes. Ante estas situación era preciso hacer reformas.
El espíritu de reforma
Como lo ha señalado Yves Congar en sus trabajos sobre la Iglesia, ésta no es sólo una institución en la cual sus elementos constitutivos engendran la unidad; ella es también una comunión, en la cual ha de darse una unidad ejercida o vivida por los hombres. De ahí que solo puede conocerse verdaderamente la Iglesia cuando más allá de la institución y su estructura, se estudia y analiza el carácter de esa comunión, sus condiciones, sus implicaciones y el modo como puede lesionarse. A menudo, cuando se estudia la teología, poco se considera la vida cotidiana de la Iglesia, poco se tiene en cuenta las realidades cristianas en el sujeto religioso, poco se considera a aquella como una asamblea de fieles y comunidad viviente, resultante de su acción; se le ha estudiado principalmente en su esencia inmutable y muy poco como existente en el tiempo, más como institución que como comunión.
Contemporáneos de Rosmini, como Möhler y el cardenal Newman, fueron mentes lúcidas que introdujeron por vez primera en teología la doble consideración del sujeto religioso y del desarrollo histórico. En cierto modo, con ellos se inicia una Teología de la Vida que busca estudiar la vida de la Iglesia en su peregrinar histórico, con sus enormes riquezas espirituales, pero también con las limitaciones y fallas de sus miembros. En el siglo XX nuevas escuelas para el estudio de la historia de los pueblos, se han ocupado de las mentalidades y las sensibilidades de estos, a sabiendas de que el campo de la historia es la condición humana, el hombre o los hombres en sociedad. De un lado hallamos retratos que extraen su arte y su color de todo aquello que aportan lo económico y lo social, las gestas y lo imaginario, los sistemas de representación y el contexto, y de otro descubrimos constantes que nos hacen parecidos a Abraham, a Julio Cesar, a Carlomagno, a Francisco de Asís, a Teresa de Jesús, a Moctezuma, a la india Catalina y a Mandela.
Los últimos papas, en particular, desde el Concilio Vaticano II no han dejado de subrayar la necesidad de examinar la acción y la vida de los creyentes y de formular, con el colegio episcopal, las reformas que requiere la Iglesia.
La Iglesia, para verse más grande, más bella y más digna del amor y la confianza de sus fieles continuamente se está reformando a sí misma, y la intensidad de su esfuerzo en este sentido, muestra la eficacia de su vitalidad; pruebas de ello han sido, como lo describe Rosmini, San Benito y San Bernardo, los papas Gregorio VII e Inocencio III, San Francisco y Santo Domingo, Ignacio de Loyola y Francisco de Sales, los concilios que tomaron sobre sí la causa de las necesarias reformas: Letrán, Constanza, Basilea, Viena, Trento, y las órdenes religiosas que emprendieron su revisión y sus reformas.
Sería interminable enumerar las infinitas reformas parciales, los escritos reformistas, los estudios históricos hechos sobre el tema. En nuestros países americanos los sínodos, los documentos oficiales de la Iglesia y las contribuciones de los teólogos comprometidos en la exigente obra de la nueva evangelización representan la actitud de cambio en los métodos, en los lenguajes y sobre todo en el ardor y la fuerza de las convicciones.
La Iglesia de la posguerra asumió con valor y claridad la nueva realidad del mundo. Se hacía necesaria una reforma, pero más que de reformas externas del aparato eclesiástico, que sin embargo no faltaron bajo el pontificado del papa Roncalli, se trataba en realidad de hacer que prevaleciera la pastoral sobre el derecho, de concebir el primado de jurisdicción a partir del primado de la fe, de liberar a la Iglesia de la hipoteca de las preocupaciones políticas. Sería ingenuo preguntarse si el papa Juan XXIII había pensado o no en una reforma de la Curia Romana, esta reforma derivaba de la misma naturaleza de su pontificado y sobre todo de la decisión de convocar un nuevo concilio ecuménico. Nadie desconoce el movimiento de sobresalto provocado por esta decisión en la curia romana y entre varios de sus miembros; el trono del que hacían palanca para el propio poder, afirma el vaticanista Giancarlo Zizola, escapaba de sus manos, pese a los intentos de cercarlo.
En 1963 el papa Pablo VI acentuó, con énfasis, la renovación interna de la Iglesia: “Aun este fin (la renovación) debería derivarse, a nuestro juicio, de nuestra conciencia de la relación que une a Cristo con su Iglesia. Decíamos que deseábamos que la Iglesia se reflejase en El. Si alguna sombra o defecto al compararla con El apareciese en el rostro de la Iglesia o sobre su veste nupcial, ¿qué debería hacer ella como por instinto, con todo valor? Está claro: reformarse, corregirse y esforzarse por devolver a sí misma la conformidad con su divino modelo que constituye su deber fundamental…El Concilio ecuménico Vaticano II debe colocarse, a nuestro parecer, en este orden esencial querido por Cristo…el Concilio quiere ser un despertar primaveral de inmensas energías espirituales y morales latentes en el seno de la Iglesia. Se presenta con un decidido propósito de rejuvenecimiento no sólo de sus fuerzas interiores, sino también de las normas que regulan sus estructuras canónicas y sus formas rituales”. En su magnífico discurso a la Curia romana, del día 21 de septiembre de 1963, antes de la apertura de la segunda sesión, el Papa Pablo VI acogió las voces de los críticos e hizo importantes proyectos para su reforma: “Que deban introducirse en la curia romana algunas reformas no sólo es fácil de prever, sino que además es conveniente. Como todos saben, este añoso y complejo organismo se remonta a la Constitución “Immensa aeterni Dei” de 1588, del Papa Sixto V; lo reajustó con la Constitución “Sapienti consilio” de 1908 San Pío X, y el Código de Derecho Canónico en 1917 ratificó sustancialmente tal arquitectura. Han pasado muchos años: es explicable que tal ordenamiento esté lastrado por su misma edad venerable, que se resienta de la disparidad de sus órganos y de su acción con respecto a las necesidades y costumbres de los tiempos nuevos, que sienta al mismo tiempo la exigencia de simplificarse, de extenderse y disponerse para las nuevas funciones. Para ello serán precisas distintas reformas…Serán ciertamente funcionales y beneficiosas, pues no tendrán otra mira que la de dejar caer lo que es caduco o superfluo.” (“Ecclesia”,n.1159, XXIII(1963) 1278). El papa recuerda las críticas dirigidas a la Curia y, a pesar de rechazarlas parcialmente, aprovecha la ocasión para invitar a los curiales a un compromiso más severo y más en sintonía con el pontífice. La constitución apostólica Regimini ecclesiae universae, de 15 de agosto de 1967 propone poner en práctica varias reformas y subraya el carácter pastoral de la Curia, establece el nombramiento ad tempus para los cargos más elevados y fijó el principio de que nadie puede alegar derechos a promociones. En la época del Concilio ya no se trataba de mirar el pasado para empeñarse en reconstruirlo integralmente, se trataba de remover las sedimentaciones humanas depositadas en las estructuras eclesiásticas, de llevar la barca mar adentro y echar las redes en alta mar, en una coyuntura histórica excepcional.
El 28 de junio de 1988, el papa Juan Pablo II promulgó la Constitución apostólica Bonus Pastor referida a la Curia romana y el 13 de abril de 2013 el papa Francisco constituyó una comisión de ocho cardenales procedentes de los cinco continentes para aconsejarlo en el gobierno de la Iglesia y estudiar un proyecto que revise la mencionada Constitución de Juan Pablo II, señalando que todo proyecto de reforma de la Curia tiene que realizarse dentro de la eclesiología y la teología del Vaticano II.
Un libro precursor
El libro de Antonio Rosmini, “Las cinco llagas de la Iglesia”, título que alude a las cinco llagas de Cristo Crucificado, publicado después del Concilio Vaticano II, muestra claramente el espíritu renovador y la lucidez de su autor para señalar las reformas que era menester emprender, en la coyuntura histórica que le tocó vivir, para buscar de manera honesta e inteligente una reforma de la Iglesia, cuya historia conocía con gran profundidad. Su época no lo comprendió, y quizás esto lo ha hecho más grande espiritualmente a nuestros ojos.
Su libro, escrito en 1832 y editado en 1848, buscaba edificar y no destruir, unir y no dividir. Pensaba que “el hecho de meditar sobre los males de la Iglesia no podía serle reprochado ni a un laico, mientras fuera movido por el celo vivo del bien de la misma y de la gloria de Dios.” Un siglo más tarde, al hablar a los curiales en 1963, el papa Pablo VI dirá que se debe aceptar “las críticas con humildad, reflexión e incluso agradecimiento. Roma no necesita defenderse haciendo oídos sordos ante las sugerencias que le vienen de voces honradas, y menos aún cuando son voces amigas y fraternales”.
La realidad no puede soslayarse y la verdad debe prevalecer. En el capítulo XVI, n.40 de su obra De bono perseverantiae, San Agustín había afirmado, con el vigor y la claridad que le son propios, que“ es preciso decir la verdad, sobre todo cuando una dificultad hace más urgente que se diga; entenderán la verdad quienes puedan. No sea que al silenciarla en consideración a quienes no puedan entenderla, no solamente se frustre la verdad, sino que se entregue al error a quienes pudieran captar lo verdadero, y con esto evitar el error…”.
Rosmini consideraba, además, que “los pastores de la iglesia, ocupados y cargados por muchos asuntos, no siempre tienen la tranquilidad suficiente para dedicarse a apacibles meditaciones, y que ellos mismos suelen desear que otros les propongan y sugieran aquellas reflexiones que pueden ayudarles en el gobierno de sus iglesias particulares y de la universal”.
Primera llaga
La primera llaga era la separación entre el pueblo cristiano y el clero, sobre todo en la liturgia. Rosmini afirma que “la predicación y la liturgia eran las dos grandes escuelas del pueblo cristiano en los mejores tiempos de la Iglesia. La primera instruía a los fieles con palabras. La segunda, con palabras y ritos…Ambas instrucciones eran totales: no iban orientadas sólo a una parte del hombre, sino a todo él…lo penetraba, y lo conquistaba”.
La Constitución sobre la liturgia del Concilio Vaticano II representó un cambio y una orientación fundamental. Es la primera vez en la historia de la Iglesia que un concilio ecuménico se ocupa de la Liturgia con esta amplitud. El Concilio de Trento resolvió algunas cuestiones litúrgicas: las que estaban directamente vinculadas con los problemas dogmáticos planteados por los Reformadores. Como lo señaló el gran especialista de la Liturgia J.A. Jungmann, consultor de la Comisión litúrgica, gracias a esta Constitución se rompió el cauce que había mantenido a nuestra liturgia desde hace 400 años en un estado de invariabilidad e incluso de rigidez. En este documento la liturgia toda está centrada en Cristo, soberano sacerdote y cabeza del pueblo sacerdotal, y en el misterio pascual. El sitio de la palabra en el culto cristiano está ampliamente reconocido, se empleará la lengua materna, no solamente en la celebración eucarística, sino también en la celebración de los sacramentos; la liturgia debe ser comprensible y viva para el hombre de hoy que busca en todas las manifestaciones de la vida, líneas sencillas y construcciones orgánicas y bien equilibradas; debe prestar atención particular a la diversidad de culturas en que ha de encarnarse el Misterio cristiano, hay que conseguir una más profunda participación en la celebración eucarística y hacer que las lecturas, los cantos, los ritos, los gestos, comprendidos en su significación, contribuyan a crear una atmósfera de gozo, de oración y de compromiso. Es preciso realizar un trabajo que contribuya a romper la rutina y a superar la ignorancia para lograr que la liturgia sea un mundo de signos diáfanos que hablen directamente al pueblo cristiano. Incluso se llegó a ver dentro de la órbita de la renovación la totalidad del orden de la misa (art.50)
Rosmini consideró, además, que el sacerdote debía estar presente entre el pueblo, y no segregado de él desde una altura ambiciosa. Es lo que el papa Francisco nos ha dicho al afirmar que es preciso oler a oveja, salir a los nuevos espacios de la sociedad y de la ciudad, donde se construye la vida.
Segunda llaga
La segunda llaga era la insuficiente formación cultural y espiritual del clero. Rosmini recuerda que los grandes obispos de la Antigüedad eran quienes educaban por sí mismos al propio clero. Con tristeza señala que “el clero comenzó a enredarse en quehaceres temporales y a veces rodeado de los despojos del mundo, comenzó muy pronto a aficionarse a ellos…olvidó poco a poco las costumbres pacientes y espirituales propias del gobierno pastoral, y asimiló demasiado la brutalidad y materialidad de las administraciones profanas”. Los seminarios se crearon para proveer la decadente educación del clero, y fueron inventados los catecismos para remediar la decadencia de la instrucción del pueblo. Rosmini va describiendo el camino recorrido por el clero en su formación a través de los últimos siglos y anhela que se retorne a las fuentes, a los grandes autores, a los grandes maestros y preceptores y no quedarse con la lectura de meros compendios. Además, en la preparación de los futuros sacerdotes no puede establecerse una oposición entre ser pastor y ser docto. Ambas dimensiones son necesarias para dialogar con la nueva cultura, para enfrentarse a los nuevos areópagos. En el Decreto Presbyterorum ordinis, el Conciio declara y ordena la doctrina sobre el presbiterado “para que el ministerio de los presbíteros se mantenga con más eficacia en las circunstancias pastorales y humanas, tan radicalmente cambiadas muchas veces, y se atienda mejor a su vida” (P.O.1). Los esfuerzos realizados por la iglesia arquidiocesana de Bogotá hace varias décadas, en esta dirección, han producido resultados positivos.
Tercera llaga
La tercera llaga era la desunión de los obispos entre sí y de los obispos con el clero y el Papa. Rosmini recuerda la oración del Señor al Padre celestial en la que pide que sus apóstoles formen juntos una unidad perfecta, una unidad de fe, de esperanza y de amor. “Pero a dicha unidad interior, unidad que no puede faltar nunca en la Iglesia de manera absoluta, debe corresponder la unidad exterior”. En la Iglesia antigua “los obispos se conocían personalmente… creían que la presencia, la voz, el gesto tienen la virtud de transfluir en el otro…” En aquellas épocas se requería a menudo, en los asuntos disciplinares, el voto del pueblo. “Por lo mismo el obispo daba cuenta al pueblo de todo cuanto se hacía en el gobierno de la diócesis y cedía y condescendía a los deseos populares en todo lo que era posible- cosa que resulta dulce y afable y sumamente conveniente para el gobierno episcopal, gobierno sublime y que todo lo puede, pero no del mismo modo que el de los reyes de la tierra…de lo cual provenía también la unión de los obispos con sus presbíteros, cuyo parecer solicitaban respecto a todos los asuntos relativos al gobierno de la Iglesia, a fin de que los que participaban en la ejecución, participaran también e las determinaciones que se venían tomando, y resultaran así de acuerdo con el deseo común y fueran conocidas en su espíritu y en sus razones por los que debían actuarles”. Rosmini señala luego la relación fundamental con el Papa, principio de unidad de la Iglesia, padre, maestro, centro y fuente común. Tras describir los seis eslabones de oro que constituían los solidísimos vínculos que unían a todo el cuerpo episcopal en los más bellos tiempos de la Iglesia, Rosmini va describiendo diferentes situaciones, actitudes y contradicciones que, a lo largo de una historia convulsa, se presentaron en el ejercicio episcopal y en sus relaciones con el clero y con los fieles. Cuando el Papa Francisco les dice a los obispos y también a los sacerdotes que deben liberarse de cualquier psicología de príncipes está subrayando un riesgo que se ha corrido cuando la preocupación “por la grandeza mundana no solo aísla de estar con la gente y con los clérigos dedicados exclusivamente a las humildes funciones de la Iglesia y a los detalles de la cura de almas sino también de la conversación con los otros prelados, prefiriendo la de los grandes del mundo”. Cada vez que la Iglesia abandona sus pretensiones anacrónicas de poder y de un prestigio de tipo temporal, hace que se vuelva trasparente el Evangelio e interesa de nuevo a los hombres que sienten en ella algo que les concierne.
Cuando los obispos llegan al Concilio Vaticano II en octubre de 1962, en su mayor parte están imbuidos de una visión descendente de la Iglesia. Hablar de la Iglesia, para ellos, es hablar de su jerarquía y de su autoridad sobre los fieles. Pero, ya desde el comienzo se fue abriendo camino una perspectiva diferente que se resume en la palabra “diakonia” que significa “ministerio” o “servicio”.(LG.24,1). Quienes presiden no son señores que atraen a los demás hacia sí, sino, como lo enseñó Jesús (Mt 20,25-28 y par), servidores que dejan de ser el centro para entregarse a quienes les han sido encomendados evangélicamente. San Agustín expresaba esto en una frase que es preciso escribir en letras de oro “ con ustedes soy cristiano, para ustedes soy obispo” lo que significa también con ustedes soy cristiano, para ustedes soy presbítero. El Concilio, en el documento Presbyterorum Ordinis, insiste en que la función sacerdotal es puramente ministerial(PO 2,3), lo que significa que esta no se puede desfigurar como dominación en la forma de clericalismo. En ese mismo documento se revaloriza el episcopado, no sólo desde una perspectiva teológica sino también y ante todo en la práctica de las iglesias locales; se subraya, además, que todo el episcopado, en unidad con el oficio de Pedro, es responsable de toda la Iglesia y que en consecuencia debe darse una auténtica y efectiva representación de todo el episcopado universal en el centro de la Iglesia, para colaborar de esta manera con el Papa en el gobierno de la Iglesia universal.
San Gregorio Magno para referirse a las relaciones entre el papa y los obispos, en una carta dirigida a Eulogio de Alejandría, afirma: “mi honor es que la autoridad de mis hermanos, los obispos, tenga todo su vigor”. En el Concilio se planteó el tema de las conferencias episcopales y se vio que su utilidad resulta, por una parte, de la necesidad de fortalecer la solidaridad entre los obispos y que, por otra, ante la complejidad de algunos problemas, a nivel de las instituciones, locales, parroquias, diócesis e incluso regiones o provincias se puede carecer de la competencia suficiente para afrontarlos. Las conferencias episcopales serán instituciones útiles pero es preciso siempre saber distinguir la colegialidad episcopal, es decir, la autoridad del cuerpo episcopal, todo entero, sobre la Iglesia, de la cuestión de las conferencias episcopales que se refieren únicamente a un ejercicio colectivo del episcopado y son de institución eclesiástica. Su utilidad, por tanto, no debe anular la responsabilidad personal de los obispos.
Además es preciso distinguir la primacía del Papa, que es de institución divina, y cierto régimen de su ejercicio, que es una creación eclesiástica, en la que el conocimiento de la historia o el análisis sociológico no tendrían ninguna dificultad en distinguir la parte nuclear de la puramente humana. La primacía pontificia ha conocido en su historia más de una forma de ejercicio; por ejemplo, durante varios siglos no se exigió que la convocación de los concilios fuera reservada al papa y ,durante más de once siglos, el papa no intervenía en la elección de los obispos, ni siquiera en la creación de nuevos obispados, y así en muchas otras cosas.
Cuarta llaga
La cuarta llaga es el nombramiento de los obispos dejado en manos del poder secular. Esta llaga se entiende mejor en el contexto social y político que vivió Rosmini. El veía que los emperadores disponían arbitrariamente del poder de nombramiento de los obispos y consideraba que la designación de los pastores la Iglesia, para que ésta conservase la independencia, la autonomía y la libertad que le son propias, debía estar en manos de la Iglesia. En este capítulo Rosmini resume con gran precisión el complejo recorrido histórico de la elección de los obispos y muestra cómo la lucha contra el poder secular que quería arrogarse tal elección, duró muchos siglos; piensa que, desde el momento en que el clero fue poderoso y rico según el mundo, la política de los soberanos resultó interesada en subyugarlo, y por lo mismo interesada en participar en la elección de los prelados.
En el tema de su libertad y autonomía, la Iglesia ha logrado importantes avances tanto desde el punto de vista teórico como práctico-pastoral. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado son una muestra. Muchos estados, particularmente en Latinoamérica, de una forma u otra han otorgado a la Iglesia católica un estatuto especial y a su vez han ejercido una cierta influencia sobre la política y actividades de la Iglesia. Hoy, sin embargo, las cosas han cambiado. Durante el Concilio, el obispo mejicano Méndez Arceo de Cuernavaca afirmó que, no sólo como hipótesis sino también como tesis, la relación adecuada es la de plena libertad de acción para la Iglesia en su campo y para el Estado en el suyo, dentro de un marco de colaboración en zonas de interés común, con un entendimiento cordial y respetuoso de las obligaciones mutuas. Esta posición ha sido la más adoptada por la mayoría de las iglesias en América Latina. Además el tema de la laicidad del Estado es hoy en día algo aceptado.
Quinta llaga
La quinta llaga es la servidumbre de los bienes eclesiásticos. Rosmini afirma que “fue la servidumbre de los bienes eclesiásticos, la causa lamentable por la que la Iglesia no pudo conservar sus antiguas máximas respecto a los bienes eclesiásticos, ni regular libremente la adquisición de los mismos, su administración y su distribución tal como convenía según su propio espíritu. Esta falta de una ordenación conveniente respecto a la administración y al uso de los bienes de la Iglesia en conformidad con las antiguas máximas y con el espíritu eclesiástico, constituye precisamente la quinta llaga que todavía hoy aflige y martiriza a su cuerpo místico”. La iglesia primitiva era pobre pero libre. La persecución no le robaba la libertad de su gobierno. No tenía vasallaje ni protección; aun menos tutela o abogados defensores. Bajo estas denominaciones traidoras, se introdujo la servidumbre de los bienes eclesiásticos. Desde entonces resultó imposible para la Iglesia mantener las antiguas máximas sobre la adquisición y gobierno de los bienes materiales. Rosmini en forma detallada va describiendo tales máximas. Una de ellas que denomina preciosa dice que el clero no usará de los bienes eclesiásticos, sino en lo más indispensable para el propio sostenimiento, destinando lo máximo posible a obras piadosas, especialmente para desahogo de los pobres. Otra máxima señala que “los bienes de la Iglesia sean administrados por ella misma bajo absoluta vigilancia”, se queja de que nunca tuvo tiempo suficiente para llevar hasta la perfección la administración de sus bienes, y para establecer un sistema económico bien organizado y defendido por todas partes. Las riquezas, dice Rosmini, dan motivos para que los gobiernos quieran intervenir en los asuntos de la iglesia; rompe el amor, desune al clero, causa incredulidad y la calumnia de los no creyentes, la codicia de los poderosos.
Hoy vemos que el concilio Vaticano II ha reivindicado varios de los temas allí tratados, ha descubierto de nuevo la colegialidad episcopal y ve al Papa como cabeza del colegio de obispos, en particular ha reimplantado la función de las conferencias episcopales, se ha desprendido lo más posible de los concordatos que la ataban a los poderes políticos, ha hecho a la liturgia más comprensible y participativa; la libertad religiosa que había sido condenada por más de un siglo fue reconocida en la Declaración Dignitatis Humanae; la Constitución Gaudium et Spes destaca tres valores modernos: libertad, igualdad y participación y se esfuerza por penetrar la cultura moderna con un nuevo horizonte ético, con una relectura de las Escrituras y la enseñanza tradicional para responder crítica y creativamente a las nuevas situaciones históricas. Habiendo hecho una opción por los pobres, su enseñanza social mira la sociedad desde la perspectiva de sus víctimas y descubre así los conflictos internos, habla de la cultura de la paz que alimenta el diálogo de civilizaciones y acepta el pluralismo de culturas y religiones. El Concilio expresa estos nuevos horizontes en las primeras frases de Gaudium et Spes “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”
Hemos presentado algunos de los pensamientos expresados por Rosmini, como crítico positivo y constructivo, tanto de la filosofía de su tiempo, como de algunos aspectos teológicos y pastorales de la Iglesia que tanto amó y a cuyo veredicto siempre se sometió como fiel creyente.
La historia es maestra de la vida, dijo Cicerón. En febrero de 1996 se iniciaron los trámites para la causa de beatificación del venerable Antonio Rosmini, lo cual fue un reconocimiento de su valor moral excepcional. Los tiempos son otros. El 18 de noviembre de 2007 la Iglesia lo incluyó entre los beatificados.
ALFONSO RINCON GONZALEZ Pbro.
Director del Centro Cultural Francisco de Asís
Arquidiócesis de Bogotá.