La dedicación del Presbítero diocesano. Conferencias a Jóvenes Comunidades de Vida Sacerdotal.
¿A QUÉ CONVERSIONES SE SIENTE LLAMADO
UN SACERDOTE CUANDO ES NOMBRADO PÁRROCO?
Carlo Maria Martini
Introducción
Este año, por primera vez, el encuentro con los párrocos recién nombrados quiere profundizar en una temática concreta, más reflexiva y en un clima de oración. Esta temática queda expresada en el título: ¿A qué conversiones se siente llamado un sacerdote cuando es nombrado párroco?
O mejor aún: ¿qué nuevo tipo de llamada cristiana se hace presente en la vida de quien es emplazado a desempeñar el ministerio de párroco?
Para ilustrar brevemente el título de la reflexión, partimos de una constatación que encontramos en la Escritura cuando muestra cómo las personas se ven sujetas a distintos tipos de llamadas. El caso más evidente es, tal vez, el de Pedro: mientras estaba echando las redes en el mar junto con su hermano, oye decir: “Venid detrás de mí y os haré pescadores de hombres” (cf. Mc 1,16). Más tarde, es designado entre los Doce “para enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios” (Mc 3,15). Al mismo Pedro se le dice: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Y también a él, junto con los demás apóstoles, se dirigen estas palabras: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Noticia a toda criatura” (Mc 16,15).
Se trata de cuatro llamadas a las que corresponden cuatro tareas distintas: cada una de ellas atañe a la personalidad de Pedro y le llama a una nueva conversión.
Podemos apreciar algo parecido en la vida de Pablo. Recibe su primera llamada y responde mostrando su primera disponibilidad (cf. Hch 9,5-6); en la comunidad de Antioquía es elegido para la misión, y esto significa una absoluta novedad para la vida del apóstol, incluso una conversión interior, un nuevo modo de situarse ante la vida (cf. Hch 13,2).
Existen, pues, en la vida cristiana distintas llamadas que exigen nuevas conversiones, es decir, volver a los orígenes y a una nueva toma de conciencia del propio horizonte vocacional. Se trata de conversiones no pequeñas. Y nosotros nos preguntamos: ¿qué clase de conversión se le exige a quien se le ha confiado el ministerio de párroco? ¿Qué nueva llamada cristiana viene implícita con esta nueva misión en la vida de una persona?
Hablo, evidentemente, del primer nombramiento parroquial que se propone, si bien a cada cambio de misión o de lugar le corresponde siempre cierta reubicación ante el ideal.
Al usar el término “conversión”, lo entiendo en el sentido bíblico. Podríamos citar muchos textos, pero nos limitaremos a un pasaje del primer libro de Samuel (sobre el que estoy reflexionando junto con los jóvenes del Grupo Samuel y sobre el que he meditado durante los ejercicios espirituales impartidos a los obispos de Perú).
1 Sm 7,3 es el grito de conversión de Samuel al pueblo: “Y Samuel dijo a todo el pueblo de Israel: ‘Si queréis convertiros al Señor de todo corazón, quitad de entre vosotros los dioses y diosas extranjeros, volveos hacia el Señor y adoradle solo a él’”.
Resulta posible examinar los distintos componentes de esta invitación a la conversión, y os sugiero hacerlo personalmente. Ante todo, es un hecho que se realiza “de todo corazón”, que no concierne solo a una parte de nosotros. Exige, además, ciertas renuncias: “Quitad de entre vosotros los dioses y diosas extranjeros”, y por esto se trata de una revisión de los propios ídolos, de los propios vínculos, de los condicionamientos a veces sutiles que pueden restarnos libertad para una nueva dedicación.
El texto de Samuel continúa diciendo: “Volveos hacia el Señor”. Todo esto tiene como fin el Señor Jesús, la contemplación y el servicio a él: “Adoradle solo a él”. Y todo ello es vivido en una dedicación al pueblo, a la Iglesia particular, pero teniendo como referencia objetiva en primer lugar solo al Señor.
Se trata por esta razón de una gran conversión, de una llamada a profundizar en los principios fundamentales de la vida cristiana y sacerdotal. Es un paso de la vida que, aun permaneciendo siempre en el ámbito de la vocación bautismal y presbiteral, exige sin embargo volver a pensar y a encontrar los propios horizontes.
Con estas premisas, nos detendremos en dos preguntas: ¿en qué consiste propiamente el cambio de horizonte, con qué características podemos describirlo? ¿Qué actitud espiritual supone este cambio de horizonte?
Las características del cambio de horizonte
No me preocupa expresar esta nueva llamada de forma precisa y completa, desde el punto de vista canónico, sino que trato más bien de expresarla de forma existencial.
Al ser nombrado párroco se asume -con el obispo y de parte del obispo- una porción de Iglesia, de la que se debe responder in toto con la propia vida.
Se asume -no se elige, no se nos proporciona-, se recibe del obispo, pero sin separarse de él. O, mejor, se asume con él una porción de su Iglesia particular, de la que se ha de responder quasi in toto.
Canónicamente no es exacto, pero quiero decir que hasta que no se es párroco, aunque se tienen responsabilidades, en último término siempre se puede apelar a la responsabilidad última del párroco. Cuando uno es nombrado párroco, tiene ante sí un pueblo del que, en el conjunto de las circunstancias concretas, se lleva el peso ante Dios.
Se verifica entonces, al menos en parte, lo que se cuenta del papa Juan XXIII de que en sus primeros sueños o duermevelas de papa, cuando se sentía angustiado por algo, decía: “¿Qué haré? Bueno, ¡se lo diré al papa!... Pero resulta que el papa soy yo, de manera que me corresponde a mí”.
Este es el significado de responder “quasi in toto”.
Es responder con la propia vida, es decir, respondo con todo mi ser y me va la vida en ello. No tengo una salida de emergencia y estoy embarcado con la gente en una lancha que ha quemado sus amarras.
Es verdad que uno es responsable junto con el obispo, pero, sobre todo en las grandes diócesis, el obispo delega mucho y por tanto el párroco responde como si fuera el último responsable.
Por esta razón he dicho que la nueva llamada concierne a la vida espiritual del creyente párroco, porque esta se reviste de una relación sacramental y pastoral con el obispo y con la comunidad y, a través de esta relación, se expresa además la comunión con el papa, con la Iglesia universal, e incluso la propia relación con Dios.
En el documento. La dedicación del presbítero diocesano cooperador del obispo en la Iglesia particular, he desarrollado una mayor explicitación de lo que esto significa. Al hablar de la admisión a una nueva responsabilidad pastoral, escribo: “Esto vale aún con más razón para un presbítero que es nombrado párroco. Él no se convierte en párroco por iniciativa personal o por cuenta de este o de aquel grupo, sino por mandato explícito y canónico del obispo”. Y a continuación cito el canon 519 y comento: “Ser responsable con el obispo significa asumir el camino de la Iglesia particular y el plan pastoral de la Iglesia particular como referencia de la propia actuación. Y asumirlo con la propia vida, no solo como algo que se debe hacer, sino como algo de lo que soy parte corresponsable y copartícipe” (cf. pp. 9ss.).
Esta etapa de la vida es casi, verdaderamente, como casarse (la expresión es bastante común en el lenguaje de la gente), es decir, asumir de forma indefinida y total la responsabilidad de conducir a otros hacia Jesús.
Es un vínculo de tipo personal, por lo que ya no puedo dejar de interesarme por el otro y no me puede resultar indiferente el camino que tome. Porque el vínculo es doble y no se puede romper cuando se desee: por mi parte, me compromete en la fidelidad y, por la otra parte, es vivido también como un vínculo de fidelidad.
La tercera característica de esta etapa de la vida desde el punto de vista existencial es la identificación con el propio pueblo, por la que su camino es el mío y el mío se hace suyo.
Como veis, esto va mucho más allá de una mera cuestión funcional.
Precisamente hoy he tenido entre mis manos las meditaciones que propuse en 1982, durante un curso de ejercicios espirituales impartido a los sacerdotes y recogidas en un libro que llevaba por título Pueblo mío, ¡sal de Egipto! Desde entonces trataba de dar razón, a mí mismo y a quienes me escuchaban, de todo cuanto había vivido dos años antes, cuando fui consagrado obispo. Es verdad que había tenido ya con anterioridad ocasiones de identificarme como superior de comunidades religiosas grandes, con centenares de sacerdotes, comunidades internacionales, pero la cosa era distinta; porque las comunidades religiosas en parte se autogobiernan y, sobre todo, las comunidades de adultos tienen finalidades bien precisas. En cambio, cuando se asume la identificación con un pueblo, se asume con todos los miembros de este pueblo, también con los principiantes, desde los catecúmenos a los senescentes, desde los que están lejos a los que están cerca; sobre todo, se debe asumir el camino de un pueblo, y si yo no me identifico con este camino y este camino no se identifica conmigo, cualquier proyecto eventual mío es vano, cae en saco roto.
La percepción del gran cambio mental que se requiere para afrontar la nueva llamada es la que hace que me sienta identificado todavía hoy con estas páginas de Pueblo mío, ¡sal de Egipto! Por ejemplo, allí donde afirmo: “Lo que me ha empujado a reflexionar sobre este tema -el camino del pastor en medio de su pueblo- es mi actual experiencia de pastor. Comprendo, en efecto, cada vez más que si la subjetividad es un aspecto significativo de la existencia humana, existe también otro aspecto muy importante, que es el de saber sumergirse entre la multitud, el de lograr alejar la subjetividad, el de asumir la personalidad corporativa. Uno se hace pueblo a través de un proceso gradual, nada fácil, sino más bien costoso, porque en cierto modo significa un morir a uno mismo, una ascesis, una purificación, una conversión, para convertirse en pueblo, en voz y conciencia de un pueblo, para transformarse en sufrimiento de un pueblo”.
Al meditar en este curso de ejercicios sobre este tema, me refería a Moisés, a quien se le pidió convertirse en su pueblo y asumir sus fatigas, llevar sobre sus hombros cargas a veces excesivas para él, sin maldecir nunca a su pueblo ni separarse de él.
El camino de identificación de Moisés con su pueblo me parecía ejemplar de cuanto yo mismo estaba llamado a vivir, y decía: “Este aspecto sostiene más y más la vida, la oración, la celebración, muchas cosas”. Es ese aspecto típico de la Escritura llamado también de la personalidad corporativa, por el que uno es la totalidad y la totalidad es uno. Hay una dialéctica entre el individuo, sobre todo el responsable, el cabeza, y la comunidad (cf. p. 9ss.).
Se trata de una experiencia fuerte, nueva, gradual. Pero cuando uno rechaza esta conversión y no entra en ella, se hacen presentes esas situaciones por las que se ve que las dos personas conviven, que quizás hacen algunas cosas bien, pero que no existe identificación. No nos reconocemos el uno en el otro y fácilmente uno critica a otro, uno se lamenta del otro, o siempre hay quien dice que el otro no hace lo que le corresponde. En definitiva, no existe ese proceso por el que uno, aun lamentándose del otro, como hace Moisés con su pueblo, puede concluir: yo soy este pueblo. Y cuando habla con el Señor, le habla como si él fuera el pueblo y, por lo tanto, intercede, ora y suplica por el pueblo.
Estas son las tres características que me parece interesante poner de relieve para mostrar que convertirse en párroco es una gracia, una nueva llamada cristiana, una etapa de madurez.
La actitud espiritual
¿Cuál es la nueva actitud espiritual propia de un párroco? También me referiré a ella con tres características: identificación con la Iglesia particular, identificación con la gente, identificación con Jesús pastor.
a) Identificación con la Iglesia particular significa, como escribí en las páginas sobre La dedicación del presbítero, “el correcto estilo pastoral”. El correcto estilo pastoral no es la búsqueda de una originalidad propia, sino la sintonía con el camino de la Iglesia particular y de sus planespastorales, responsabilizándose activamente por traducirlos y por hacerlos fermentar en el tejido local.
Es, pues, el estilo que tiene en cuenta los planes pastorales en cuanto expresión de una Iglesia que los elabora a través de sus estructuras y de sus instrumentos; no son realidades nacidas en la mesa de un despacho, sino surgidas de la escucha atenta y paciente, y de las cuales el obispo se hace eco, asumiéndolas y proponiéndolas de nuevo a la diócesis para su camino.
Atención a los planes pastorales significa que ha llegado el momento de identificarse con esta Iglesia particular; significa prestar atención también a esos momentos expresivos que son una explicación de los planes pastorales. Si me doy cuenta, por ejemplo, de que una parroquia no ha enviado delegados a Assago, ni a Siquén o a Santiago, que no ha participado de ningún modo en la peregrinación a Roma, comienzo a preocuparme. Me sucede esto mismo cuando una parroquia se niega, con razones siempre engañosas, a constituir el consejo de pastoral o a colaborar con el arciprestazgo. Un párroco podrá tener muy buenas ideas, pero la identificación con la Iglesia particular supone algunos comportamientos específicos, supone atención.
b) Identificación con la gente quiere decir que la parroquia es el lugar ordinario de comunión del presbítero, el lugar en el que se expresa, trata de comprender y de sentirse comprendido. A menudo surge el tema de la soledad del sacerdote, y se habla de ella a lo largo y a lo ancho. Es evidente que el celibato lleva consigo cierta opción de soledad, pero es también evidente que esta soledad debe ser vivida en una fraternidad presbiteral y, por lo tanto, en formas que le confieren después una figura de humanidad. Lo que me interesa subrayar, en cualquier caso, es que el párroco debe identificarse con su gente; no debe vivir -quizás a regañadientes- su dedicación a la parroquia buscando fuera de ella un lugar de comunión en la fe porque su gente no se lo da.
Los lugares fuera de la parroquia son útiles, necesarios, pero el lugar de cotidianidad convivial del presbítero es la gente. En la parroquia, en efecto, tiene personas que conoce, que lo conocen, que lo estiman y aprecian, que se fían de él. Esta comunión en la fe debe ser buscada, promovida, en la vida parroquial. Pensemos en el cura de Ars, que desde el principio se esforzó en la dedicación a su parroquia y vivió una gran soledad, pero después las cosas cambiaron. El sacerdote no puede tener su vida de fe, enseñar a rezar, y dar catequesis sin que exista una comunión de fe. Sería un hecho del todo anómalo y él no lograría desarrollar su ministerio en plenitud.
Naturalmente, se trata de un camino largo, y también he hablado de él en el libro Pueblo mío, ¡sal de Egipto!, citando la fatigosa tarea llevada a cabo por Moisés para identificarse con su pueblo y entrar en comunión con él: “Si pienso en el título que he puesto a estos ejercicios -Pueblo mío, ¡sal de Egipto! - y me pregunto dónde se encuentran estas palabras en la Escritura, be de confesar que no las encuentro; es difícil ver la orden directa que Dios da a Israel para que salga de Egipto. Más bien encuentra ciertas resistencias... Es extraño que no se dé la orden al pueblo de Israel, sino a Moisés o al faraón: ‘¡Deja salir a mi pueblo!’. Al pueblo se le da la promesa, pero el pueblo no cree, pues está demasiado dividido en sí mismo, demasiado atomizado, ligado a una situación en la que puede cultivar sus propios personalismos, sus propias pequeñas ambiciones, sus propios egoísmos, jugando, Como sucede siempre, entre explotadores y explotados. Este pueblo no es capaz todavía de soportar un verdadero mandato: ‘¡Sal de Egipto!’. Antes que ninguna otra cosa necesita ser reconstituido en su unidad, y he aquí la Pascua. Por tanto, Dios no pronuncia una orden, sino que reconstituye esa fuerza unitaria por la que resulta espontáneo para el pueblo confiar en la plomosa divina” (cf. p. 89).
Moisés es mediador de esta comunión y por tanto, es el que con esfuerzo la crea y la suscita, logrando poco a poco penetrar en su pueblo e identificarse con él. Siempre habrá disputas, litigios, pero, llegado el momento, el pueblo y Moisés comprenden que este es el camino común que han de recorrer. El pueblo, en sus mejores momentos, llega a comprender que no ha sido solo Moisés quien le ha impulsado a salir, sino que también él ha dado su consentí- miento y, por tanto, se ha realizado una cierta comunión de fe; una comunión frágil, que siempre deberá ser revisada y reconstruida, pero que, en los días más hermosos, como en el día de Pascua, en la revelación del Sinaí o en las celebraciones, encuentra su expresión más rica.
c) Identificación con Jesús pastor. El tema requeriría una explicación más amplia. Me limito a una reflexión sobre ese texto tan conocido del evangelio de Juan: “Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí, lo mismo que mi Padre me conoce a míy yo lo conozco a él, y yo doy mi vida por las ovejas” (Jn 10,14-15).
Lo que más llama la atención en estos versículos, en los que se describe la actitud pastoral de Jesús, es que la realidad de Jesús como pastor es vivida simultáneamente en relación con el Padre y con el rebaño. Aún más, podemos encontrar aquí una revelación trinitaria. El Hijo conoce al Padre, el Padre conoce al Hijo, el Hijo conoce a las ovejas. La identificación con Jesús pastor es identificación con Jesús Hijo del Padre y con Jesús que da la vida, que reúne en su persona el ser Hijo y el ser amado por el Padre, porque ofrece la vida por sus ovejas.
A la luz de esta realidad hay que afrontar todos los problemas que en esta fuerte visión espiritual se convierten, de alguna manera, en algo secundario, aunque a veces ocupen tanto espacio en las discusiones de los consejos pastorales, en los encuentros juveniles o arciprestales; por ejemplo, ¿cuál es la relación de los sacerdotes con los movimientos, los grupos, las diversas espiritualidades? Todo se resuelve cuando existe esta raíz profunda.
En el documento La dedicación del presbítero, en el n. 9, sugiero algunos criterios siempre válidos, que no voy a repetir ahora. Quisiera, sin embargo, retomar las palabras del papa Juan Pablo II dirigidas al clero suizo en 1984 y que cito en este texto: “El sacerdote es siempre el pastor de todos. No solo el que está permanentemente disponible para todos, sino el que présale también el encuentro de todos; en particular, está al frente de las parroquias, de manera que todos puedan encontrar la acogida que tienen derecho a esperar en la comunidad y en la eucaristía que les reúne, cualquiera que sea su sensibilidad religiosa y su compromiso pastoral. Las pequeñas comunidades (dentro de la parroquia) representan una posibilidad de dinamismo, la levadura en la masa, pero, sobre todo si se fundamentan en la afinidad, estas no bastan para testimoniar a la Iglesia, que va más allá de los comportamientos sociales, ni bastan para ofrecer a todos aquellos que desean hacer un camino espiritual un punto firme de orientación, un alimento, una participación”.
Y esto encuentra su raíz precisamente en la triple identificación, porque el sacerdote se sitúa, sin problemas, como aquel que, estando identificado con el camino de todos, presta servicio a este camino, lo mide, lo valora, lo adapta a cada uno, y merece de este modo que toda la comunidad se confíe a él.
En La dedicación del presbítero recordaba también lo que decía el papa en 1985 a los sacerdotes cercanos a Comunión y Liberación: “El sacerdote debe encontrar en un movimiento la luz y el calor que le hagan capaz de promover la fidelidad a su obispo y estar atento a las responsabilidades de la institución y a la disciplina eclesiástica, de modo que sea más fértil la vibración de su fe y el gusto de su fidelidad”.
Entendido esto, evidentemente, no de manera subjetiva (yo considero que soy fiel), sino desde la objetividad de la identificación con la Iglesia particular, con el plan pastoral y sus expresiones, de las que hemos hablado al comienzo.
Os he transmitido algunos rasgos de espiritualidad que me parecen característicos del párroco, porque he podido asumirlos, en primer lugar, en la observación de mí mismo, que al ser consagrado obispo he asumido la responsabilidad de un pueblo, y también por las experiencias de muchos párrocos a los que he seguido en su camino hacia la identificación con su pueblo, con Cristo pastor, con la Iglesia local.