Pasar al contenido principal

RETIRO CUARESMAL DEL CLERO (16 DE MARZO 2015)

ima

CONFERENCIA DEL RETIRO CUARESMAL DEL CLERO (MARZO 2015) RETIRO CUARESMAL DEL CLERO

CONFERENCIA DEL RETIRO CUARESMAL DEL CLERO (MARZO 2015)

RETIRO CUARESMAL DEL CLERO

SEMINARIO MAYOR

MARZO 16 DEL 2015

 

 

INTRODUCCIÓN

 

El sentido de este encuentro es ofrecer al clero de la arquidiócesis, durante el tiempo de cuaresma, la posibilidad de un retiro espiritual que ayude a vivir este tiempo litúrgico y a prepararse a la celebración fructífera de la pascua.

Necesitamos crear espacios motivadores y sanadores para los agentes pastorales, lugares donde regenerar la propia fe en Jesús crucificado y resucitado, donde compartir las propias preguntas más profundas y las preocupaciones cotidianas, donde discernir en profundidad con criterios evangélicos sobre la propia existencia y experiencia, con la finalidad de orientar al bien y a la belleza las propias elecciones individuales y sociales (EG 77).

Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitan por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración (EG 262).

El retiro de hoy quiere ser un espacio y un momento que motive, sane, regenere la fe en Jesús, llene de sentido nuestro ministerio, nuestra evangelización.

Para ello necesitamos volver los ojos de nuestra mente y de nuestro corazón a Jesucristo, porque sólo en Él podemos encontrar la fuente de nuestra identidad, misión y espiritualidad, el impulso y la energía de nuestro dinamismo evangelizador, el secreto y el alma de la renovación de la Iglesia. Él es el gran programa de la Iglesia en todos los tiempos: conocerlo, amarlo e imitarlo, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia, hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celestial (cf. NMI 29). En este sentido, el retiro se inserta y forma parte del gran giro en el que la Iglesia particular de Bogotá está comprometida actualmente. Como dice uno de sus documentos: El Gran Giro en primer lugar es un giro hacia Jesucristo (6, 22).

Cuatro años antes de su muerte escribía la M. Teresa de Calcuta a sus misioneras de la caridad: Me preocupa el pensamiento de que alguna de vosotras aún no haya encontrado a Jesús individualmente, tú y Jesús solos. Podemos pasar mucho tiempo en la capilla, ¿pero has visto con los ojos del alma el amor con el que Él te mira? ¿Conocéis verdaderamente a Jesús vivo: no de los libros, sino de estar con Él en vuestro corazón? ¿Habéis oído las palabras de amor que Él os dirige?... Nunca abandonéis este íntimo contacto diario con Jesús como una persona viva y verdadera, no como una idea.  ¿Quién es Jesús para mí? (B. Madre Teresa de Calcuta, Carta de  Varanasi, 25.03.1993 “Una carta tan personal que he querido escribirla de mi propia mano”). Nosotros sabemos muchas cosas acerca de Jesús. Hemos leído mucho, escuchado mucho, hablado mucho de Jesús. Pero, ¿quién es Jesús para nosotros? ¿Cultivamos y mantenemos una relación personal con Él? ¿De verdad es nuestro camino, verdad y vida? ¿El gran amor de nuestra vida? ¿La razón de ser de nuestras decisiones? ¿La luz y alegría de nuestra existencia?

El encuentro con Cristo es el principio y fundamento de toda auténtica evangelización en la Iglesia, y por lo mismo, del plan de evangelización que la Iglesia Arquidiocesana de Bogotá está impulsando. Ojalá este retiro pueda ayudarnos a un encuentro personal con Jesucristo que renueve nuestro corazón profundamente, suscite la alegría de ser amados por Él y nos impulse a compartir esta alegría en la actividad evangelizadora de nuestro ministerio sacerdotal.

 

 

EL PODER HUMILDE, PERO IRRESISTIBLE, DE LA SUSTITUCIÓN VICARIA

 

Dentro de este contexto del gran giro hacia Jesucristo, quisiera atraer la atención en esta reflexión sobre un aspecto central del misterio de Cristo que tiene mucho que ver con nuestro ministerio sacerdotal y con el tiempo litúrgico de cuaresma.

En el pasado mes de septiembre, el Papa Francisco tuvo un encuentro con los nuevos obispos nombrados durante el último año, durante el curso organizado para ellos por las congregaciones para los obispos y para la evangelización de los pueblos. En su exhortación para orientar su nuevo ministerio les habló de varios puntos que ha venido repitiendo en diversas ocasiones: la necesidad de la presencia estable del obispo en su diócesis para el crecimiento del Pueblo de Dios a ellos confiado; la fidelidad a la Iglesia; la relación personal con Jesucristo; no ser obispos apagados o pesimistas, rendidos o resignados ante la aparente derrota del bien; no anhelar ser pastores de otras diócesis, no querer cambiar de pueblo; dar espacio al encuentro con los sacerdotes; no rodearse de séquitos, cortes o coros de aprobación… En otras ocasiones les ha exhortado a no ser obispos de aeropuerto… Pero en este encuentro de septiembre también les dijo a los nuevos obispos una frase que no saldrá nunca en los titulares de las páginas informativas católicas: Aprended el poder humilde pero irresistible de la sustitución vicaria, que es la única raíz de la redención (18.09.2014).

En nuestra reflexión cuaresmal, puede ayudarnos detenernos un poco a meditar esta exhortación.

 

1. El cuarto cántico del Siervo del Señor (Is 52, 13 – 53, 12)

Ya el antiguo testamento, en el libro de Isaías, nos habla de un misterioso personaje profético, el Siervo de Yavé, que sufre en lugar de en favor de un nosotros, que no se especifica en el texto. Sobre todo el cuarto canto del siervo del Señor, en el segundo Isaías (52, 13-53, 12), describe la pasión, muerte y exaltación asombrosa del siervo: sufrimientos desmesurados por crímenes ajenos, proceso injusto, muerte ignominiosa propia de malvados. Al final se explica que todo responde al designio divino, aceptado voluntariamente por el siervo. Sus sufrimientos y muerte han tenido un sentido redentor de expiación y salvación: han curado, perdonado y salvado a los verdaderos culpables. El triunfo final ha demostrado su inocencia y el sentido de sus sufrimientos:

Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes (…). Por los pecados de mi pueblo lo hirieron (…) El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación (…) Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores (Is 53, 4-12).

 

Diversos e importantes exégetas han dedicado investigaciones a descifrar la identidad de este personaje, indicando varias hipótesis: Moisés, Josías, Jeconías, Jeremías… Ninguno reúne los rasgos de este siervo en los cuatro cantos de Isaías.

2. El nuevo testamento: Jesús, el Siervo de Dios y Sumo Sacerdote

Sólo Jesucristo, en el nuevo testamento, asume, reúne y supera las características contenidas en esos poemas.

Así lo interpreta claramente el libro de los Hechos en el pasaje del encuentro de Felipe con el eunuco etíope (He 8, 34s).

Los evangelios nos muestran que Jesús ha orado, ha sufrido y ha muerto en la cruz en lugar de en favor de la humanidad que venía a salvar en cumplimiento de la voluntad del Padre celestial.

Un dato de gran importancia es que Jesús mismo habla de sí como de un siervo, aludiendo claramente a Is 53, cuando dice: El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mc 10, 45; Mt 20, 28). Expresa el mismo concepto cuando lava los pies a los apóstoles (Jn 13, 3-4; 12-15). Así resume el objetivo esencial de su misión mesiánica: dar su vida en rescate. Es una misión redentora. Lo es para toda la humanidad, porque al decir en rescate por muchos, en la mentalidad semita, no excluye a nadie. Afirmar que ha venido a dar su vida en rescate por muchos quiere decir que ha dado su vida en nombre y en sustitución de toda la humanidad, para liberar a todos del pecado.

Esta verdad de fe se fundamenta en las mismas palabras de Jesucristo, sobre todo en el momento de la institución de la Eucaristía: Éste es mi cuerpo, que se entrega por vosotros… Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre (1 Co 11, 23).

Los sinópticos hablan del cuerpo que se entrega y de la sangre que será derramada… en remisión de los pecados (cf. Mc 14, 22-24 par).

La oración sacerdotal de Jesús de Jn 17 tiene como trasfondo bíblico la fiesta judía de la expiación (Yom Kippur), en la que el sumo sacerdote ofrece la expiación por sí mismo, por su casa (clase sacerdotal) y por toda la comunidad de Israel, para volver a dar a Israel su carácter de pueblo santo tras las transgresiones de todo un año. La oración de Jesús lo presenta como el sumo sacerdote del gran día de la Expiación. Su cruz y su exaltación son el día de la Expiación para todos, en la que la historia entera del mundo, con todas las culpas humanas y todos sus destrozos, encuentra su sentido, su razón de ser, su finalidad. La oración sacerdotal de Jesús es la puesta en práctica del día de la Expiación. Al mismo tiempo, esta oración tiene íntima relación con el cuarto canto del siervo de Isaías 53: el siervo de Dios que carga con la iniquidad de todos, que se ofrece a sí mismo como expiación, que lleva el pecado e muchos, desempeña con todo eso el ministerio del sumo sacerdote, cumple la figura del sacerdocio desde dentro. Es sacerdote y víctima a la vez, y de este modo realiza la reconciliación (cf. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II, 108).

En la oración sacerdotal, Jesús dice: Yo por ellos me santifico (sacrifico) a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad (Jn 17, 19). Me consagro, me entrego a mí mismo como sacrificio (Bultmann, citando a san Juan Crisóstomo).

La carta a los Hebreos explica que Jesús, único mediador entre Dios y los hombres, único sacerdote del nuevo testamento, transforma el sufrimiento del mundo en oración y en grito al Padre: no sólo ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas (Hb 5, 7)), sino que se ofreció a sí mismo, realizando así el sacerdocio. En el centro de su sacerdocio está la gran palabra: prosphérein. Un ofrecimiento que se realiza en la oración clamorosa y con lágrimas, en la obediencia —no mi voluntad, sino la tuya (cf Mt 26, 42; Mc 14, 36; Lc 22, 42)—, en el amor humilde y crucificado. La obediencia de Cristo, el extremo sí al Padre, lo ha consagrado sacerdote; precisamente en esto, en su autodonación, en el llevar a la humanidad hacia lo alto, a Dios, Cristo se ha convertido en sacerdote en el verdadero sentido, según el rito de Melquisedec (Vanhoye) (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II, 194).

3. Características de la sustitución vicaria de Jesucristo

Este aspecto del misterio de Cristo es tan importante que el teólogo Hans Urs von Balthasar ha afirmado que el centro de la cristología es sin duda el “Crucifixus pro nobis”, el misterio de la genuina vicariedad (Puntos centrales de la fe, Prólogo).

La sustitución vicaria de Jesús tiene algunas características singulares (Cf. San Juan Pablo II, Catequesis, 26.10.1988):

a. Un primer aspecto es que excluye cualquier participación en el pecado por parte del Redentor. Él fue absolutamente inocente y santo. Tu solus sanctus! Precisamente porque no cometió pecado (1 P 2, 22), pudo tomar sobre sí lo que es efecto del pecado, es decir, el sufrimiento y la muerte, dando al sacrificio de la propia vida un valor real y un significado redentor perfecto.

b. El valor redentor de la sustitución no viene del sufrimiento del inocente, sino del amor desde el cual sufre y por el cual se hace solidario con los culpables, transformando así su situación desde dentro. Ciertamente, sin derramamiento de sangre no hay redención (sin efusión de sangre no hay perdón: Hb 9, 22), pero sólo la efusión que brota del amor redime. .Al asumir por puro amor el sufrimiento en favor de los pecadores, transforma la situación de oposición a Dios en docilidad al amor que viene de Dios, y se hace así fuente de bendición. Un acto gratuito de amor purísimo indujo a Cristo a dar la vida, aceptando la muerte en la cruz.

c. Esta sustitución tiene un valor infinito, porque Jesucristo, siendo al mismo tiempo verdaderamente hombre, es al mismo tiempo Dios-Hijo, de la misma sustancia del Padre. Por ello, el sacrificio de su vida humana tuvo un valor infinito. Ningún hombre, aunque fuera el más santo, podía tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. Al tener la naturaleza humana de Cristo por sujeto la Persona divina del Hijo, la cual supera y abraza al mismo tiempo a todas las personas humanas, hace posible su sacrificio redentor por todos. Jesucristo valía por todos nosotros (San Cirilo de Alejandría). La misma trascendencia divina de la persona de Cristo hace que Él pueda “representar” ante el Padre a todos los hombres. En ese sentido se explica el carácter “sustitutivo” de la redención realizada por Cristo: en nombre de todos, en lugar de todos y en favor de todos. Su santísima pasión en el leño de la cruz mereció la justificación para nosotros (Concilio de Trento, decreto sobre la justificación, c. 7).

d. Esta sustitución es universal, es decir, valedera para todos los hombres y para cada uno, porque está basada en una representatividad universal. Jesús, en cuanto hombre verdadero, es Cabeza del género humano,  y en cuanto tal se ofrece al Padre por la salvación de los hombres. Por ello la virtualidad de su acto se extiende a todos los hombres. Es una sustitución que se realiza en vicariedad, en solidaridad y en capitalidad respecto del género humano.

e. La sustitución vicaria de Cristo ha transformado el sentido y el significado del sufrimiento humano, le ha comunicado valor salvífico y ha revelado que la potencia redentora del sufrimiento está en el amor. El mal del sufrimiento, en el misterio de la redención de Cristo, se ha convertido en fuerza para la liberación del mal, para la victoria del bien. Todo sufrimiento humano, unido al de Cristo, completa lo que falta a las tribulaciones de Cristo en la persona que sufre, a favor de su Cuerpo (cf. Col 1, 24).

f. Esta sustitución vicaria de Jesucristo encierra un poder humilde, pero irresistiblePoder, porque su eficacia y fecundidad es inmensa e inagotable, al punto de ser la única raíz de la redención. Gracias a esta ofrenda sacrificial de Cristo en la cruz recibimos de Dios el perdón de los pecados, la salvación de la muerte, el ser adoptados como hijos por el Padre y la facultad de llegar a ser hijos de Dios. Humilde, porque no se lleva a cabo desde la fuerza política, militar o económica, sino desde la debilidad de la obediencia y del amor; no en la lógica del ser servido, sino del servir; no desde la gloria, sino desde la humillación; no desde la riqueza, sino desde la pobreza; no con ruido de crónicas, sino en el silencio y la discreción. Poder humilde, sí, pero a la vez irresistible: porque contiene la potencia misteriosa y arrolladora del obrar divino; porque lleva toda la fuerza incontenible del amor divino, que sanea todo lo podrido que hay en el corazón humano, restaura todo lo dañado y revitaliza todo lo que hay muerto en las realidades y actividades humanas. Es la fuerza imparable de la muerte y resurrección de Jesús. 

g. La sustitución vicaria de Jesucristo es la máxima inclinación de la infinita misericordia de la Trinidad sobre las heridas y miserias humanas para perdonarlas, para arrancarnos de esa miseria y llevarnos a ser y vivir como hijos de Dios. Es así la máxima prueba del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. No hay mayor amor que dar la vida por los amigos. Y Jesús la dio también por sus enemigos. Contemplar en la fe a Jesús que se entrega por nosotros nos hace sentirnos inmensamente amados por Dios.

La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por él que nos mueve a amarlo siempre más (EG 264).

La alegría el Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, el vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (EG 1).

h. El sacrificio vicario de Cristo con su muerte en la cruz, consumación de su kénosis, es la máxima glorificación de Dios. En ella alcanza su culmen la revelación de Dios como amor misericordioso. En esta entrega Jesús se manifiesta totalmente como Hijo y se da a conocer que verdaderamente era Hijo de Dios. El Hijo revela al Padre realizando su voluntad, que es la salvación universal de los hombres (1 Tim 2, 4). Porque la gloria que Dios desea no es la alabanza pobre y vacía de sus criaturas, sino la comunicación de Sí mismo, la participación de su vida a los hombres. Y para ello no escatimó a su Hijo (Cf. González Gil, Cristo, el misterio de Dios, Res 52).

4. Jesucristo nos admite, invita y llama a participar en su sustitución vicaria

Aunque sólo Jesucristo podía realizar esta sustitución vicaria, Él nos admite, nos invita y nos pide participar en ella. Ningún hombre podía llevar a cabo la redención obrada por Jesucristo, ofreciendo un sacrificio sustitutivo por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2). Sólo Jesús, Dios y hombre verdadero, podía realizarla. Sin embargo, esta sustitución vicaria no excluye, sino que reclama la participación del hombre, de cada hombre, en el sacrificio de Cristo, la colaboración con el Redentor. Cada uno es llamado a participar en el sacrificio de Cristo, a colaborar con Él en la obra de la redención que Él mismo ha realizado.

Lo dice explícitamente san Pablo: Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24).

Cristo mismo ha llamado y llama constantemente a sus discípulos a esta participación: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome la cruz y sígame (Mc 8, 34). El siervo no es más que su Señor: si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros (Jn 5, 20). Jesús no sólo llama a la imitación de sus virtudes, sino también a la cooperación en la redención universal con la participación en su sacrificio.

En la última cena dice Jesús a sus apóstoles: Haced esto en memoria mía (Lc 22, 19). No solamente pide allí repetir el rito que había realizado, sino entrar dentro de su entrega al Padre por la salvación de los hombres.

Después de revelarse como el buen pastor, que conoce a sus ovejas, ellas le conocen y da su vida por ellas (Jn 10), dice a Pedro y a todos los que son llamados a ser pastores en su Iglesia: Apacienta mis ovejas (Jn 21), es decir, conócelas, ámalas y da tu vida por ellas.

Es uno de los puntos de referencia de la espiritualidad cristiana que estamos llamados a reactivar en nuestra vida por fuerza del mismo bautismo. Jesús no ha redimido al mundo sólo con hermosas palabras y con estupendas obras e iniciativas, sino con la predicación, con la oración y, sobre todo, con la cruz. Si Cristo ha redimido a la humanidad, aceptando la cruz y la muerte por todos, esta solidaridad de Cristo con cada hombre contiene en sí la llamada a la cooperación solidaria con Él en la obra de la redención. Esta es la elocuencia del Evangelio y la elocuencia de la cruz.

Más aún, esta participación en su sacrificio redentor es condición necesaria, indispensable, para la fecundidad de toda evangelización y pastoral en la Iglesia: En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12, 24). Cuando esta dimensión falta en la acción misionera de la Iglesia, le falta algo fundamental y esencial. Es la razón por la cual a veces nuestro testimonio resulta vano. Entonces nuestra predicación carece de la fuerza transformadora del Evangelio.

5. Aprender a ser sacerdotes

Aprender el poder humilde, pero irresistible de la sustitución vicaria, que es la única raíz de la redención significa aprender a ser sacerdotes. A la luz de lo que Jesús —único, sumo y eterno sacerdote de la nueva alianza— nos ha mostrado en sí mismo, resulta muy claro que el aprendizaje del sacerdocio implica tres aspectos inseparables:

En primero lugar, la comunión con Dios: ser sacerdote requiere vivir inmersos en Dios: que Dios viva en nosotros y nosotros vivamos en Dios, a través del diálogo de la oración, del amor, de la comunión de voluntades, de la escucha y docilidad a su Palabra, de la conversión a Él, de la vida eucarística y sacramental, de la confianza.

En segundo lugar, la pasión por los hombres: ser sacerdote implica necesariamente un amor apasionado y misericordioso a los hombres que lleve comprometerse plenamente, con la actitud del buen samaritano, en la liberación de sus miserias y esclavitudes, del poder del pecado, a fin introducirlos en la comunión con Dios y entre sí. Así se realiza el misterio de la Iglesia. Nada es más importante que introducir a las personas en Dios (Francisco, 19.09.2014). De ahí la necesidad de salir a su encuentro, de acercarse, de compartir, de escuchar y comprender, de acompañar y guiar, de curar y sanar las heridas.

Y en tercer lugar, el ofrecimiento de sí mismo: ser sacerdote conlleva unir a la insustituible y fundamental ofrenda sacrificial de Jesús al Padre por la salvación de los hombres la oblación de sí mismo en esa misma perspectiva y finalidad. Ofrecerse a sí mismo con Jesús al Padre en lugar de y en favor de las personas y comunidades que hemos de servir pastoralmente, más aún, de toda la Iglesia y de toda la humanidad, forma parte esencial de nuestro sacerdocio ministerial. Este ofrecerse consiste fundamentalmente en la real apertura a la voluntad de Dios en toda nuestra vida.

 

 

6. Dificultades para este aprendizaje

En primer lugar, la acedia pastoral. Se ha identificado a la acedia con la pereza. Pero no es la pereza del niño que no se quiere levantar de la cama, o del flojo que no quiere trabajar ni estudiar, llega tarde a todas partes y no piensa más que en descansar. Es la pereza dulzonamente triste del espíritu. Es la desgana del corazón que no se atreve a vivir la grandeza para la que el hombre ha sido creado. Es una especie de tristeza ante la filiación divina y lo que pide del hombre; una tristeza que paraliza, pesa y descorazona. Esta tristeza es carencia de grandeza de ánimo: no tiene el ánimo ni la voluntad de ser tan grande como realmente es el hombre, para no afrontar lo que ello exige personalmente. Quien vive en la acedia no quiere ser lo que Dios quiere que sea, es decir, no quiere ser lo que realmente es. Prefiere empequeñecerse: una humildad pervertida. Un estado del alma que deriva de una profunda falta de fe, de esperanza y de amor. Es falta de fuego en el corazón. La acedia deriva fácilmente en disipación del espíritu como huída del ser humano de su propia esencia a través de la dispersión de los sentidos y del ánimo; genera una curiosidad insaciable, falta de sosiego interior, volubilidad e inestabilidad de lugares y de decisiones; indiferencia, pusilanimidad y desesperación. Cuando esta acedia se “instala” en alguien llamado a ser pastor en la Iglesia, la gravedad del mal y su trascendencia es enorme.

La acedia pastoral puede tener muchas diversas manifestaciones: Algunas personas no se entregan a la misión, pues creen que nada puede cambiar y entonces para ellos es inútil esforzarse. Piensan así: ¿Para qué me voy a privar de mis comodidades y placeres si no voy a ver ningún resultado importante? (EG 275).

Otra expresión de esta acedia pastoral: En nuestro mundo, el Evangelio parece haber perdido —no en sí mismo, sino en la apreciación de la gente— ese sentido de portador de alegría inmensa. Se le ha reducido a una doctrina, arcaica y lejana de la realidad, que parece ir en contra de la realización personal y de la felicidad (…) Y es posible que esta percepción haya contagiado también la visión que tenemos de nuestra tarea de evangelizar. Entonces, ¿para qué proponer algo que ya no tiene incidencia en este nuestro mundo que cambia vertiginosamente? ¿No seguimos transmitiendo unas ideas que ya han perdido su actualidad porque reflejan una concepción definitivamente trasnochada del mundo y del hombre? ¿No nos está dando la ciencia las respuestas que el evangelio no es capaz de darnos? ¿Para qué perturbar a la gente con cuestiones que más bien la distraen de la tarea fundamental de sobrevivir día a día? (Cardenal Rubén Salazar, La inmensa alegría de evangelizar, 2014).

Fruto de esta acedia, se produce en el pastor un encerrarse egoísta en sí mismo de modos diversos: la preocupación exacerbada por los espacios personales de autonomía y de distensión, acentuación del individualismo, crisis de identidad, caída del fervor; el desencanto por la Iglesia y su mensaje, la obsesión por ser como todos y por tener lo que poseen los demás; el relativismo práctico de actuar como si Dios, los pobres, los demás y los no creyentes no existieran; aferrarse a seguridades económicas o a espacios de poder y gloria humana; el cuidar con obsesión su tiempo personal; no tolerar fácilmente lo que signifique alguna contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz; el aislamiento, escapando a la relación personal con Dios, al encuentro con los demás y a la comunidad. Así se gesta la mayor amenaza: el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia, en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad (cf. EG 78-92).

La segunda dificultad es la mundanidad espiritual. Consiste en buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los que se enquista. Ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente. La pretensión es dominar el espacio de la Iglesia. Adquiere muchos rostros: un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia sin preocupación real porque el Evangelio se inserte realmente en el Pueblo de Dios; una fascinación por mostrar conquistas sociales o políticas; vanagloria por la gestión de asuntos prácticos; el embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial; diversas formas de mostrarse a sí mismo en una densa vida social de salidas, reuniones, cenas, recepciones; un funcionalismo empresarial cargado de estadísticas, planificaciones y evaluaciones; autocomplacencia egoísta y vanagloria de tener algún poder… Quien ha caído en esta mundanidad mira desde arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos, se obsesiona por la apariencia, vive encerrado en sus intereses. Una tremenda corrupción con apariencia de bien (EG 93-97).

Cada uno de nosotros necesitamos examinarnos sinceramente en la presencia del Señor sobre esta tentación, porque se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia. Sabemos que conciencia cristiana despierta es aquella que advierte cualquier cosa extraña —no sólo contraria, sino extraña— a la gloria de Dios y servicio de la Iglesia y reacciona enseguida en cristiano (Siervo de Dios José Soto Chuliá, Vivir en plenitud el bautismo, c. 3).Si no percibimos lo que es extraño a la gloria de Dios en nosotros, o si, al percibirlo, no reaccionamos en cristiano, nuestra conciencia está dormida, y con toda seguridad penetrará la mundanidad espiritual que es corrupción dentro de la Iglesia. Necesitamos orientar nuestra persona, nuestra vida y nuestras obras hacia la gloria de Dios, rectificando constantemente la intención, y desconfiando de nuestras buenas intenciones y deseos. Por eso no basta la participación en los sacramentos, la vigilancia personal, la reflexión y oración, la reparación de las faltas, el esmero en nuestros deberes. Es indispensable también, en una verdadera dirección espiritual,  dar cuenta de nuestros intenciones, deseos, obras y palabras a quien nos puede ayudar a desenmascarar la mundanidad que haya en nuestro corazón, y al mismo tiempo, estar abiertos y desear la corrección fraterna de nuestros amigos y de toda persona. Y ni eso será suficiente: necesitaremos además la purificación de la acción de Dios. ¡Es tan fácil la vanidad en un sacerdote y tan difícil librarse de ella! ¡Con qué facilidad se introducen en nuestro ministerio, con buenas justificaciones, el afán de figurar, aparecer, lucir, mandar, ser el centro; buscar protagonismo, autoritarismo, gusto por las alabanzas, horror a las críticas, apego al dinero, afectos desordenados a personas, curiosidades, pérdidas de tiempo, temor al qué dirán, comodidad, aburguesamiento, aversión al sacrificio…!

Por último, la tercera dificultad es la guerra entre nosotros. Dentro del Pueblo de Dios y en las distintas comunidades, ¡cuántas guerras! …En algunas comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos comportamientos? (EG 98, 100). En esta tentación quedan comprendidos todos los peligros y defectos en el campo de las relaciones con las demás personas, especialmente en los diferentes grupos y equipos pastorales en la Iglesia. ¡Con qué facilidad percibimos —casi siempre con lentes de aumento— los defectos de los demás y qué ciegos somos para ver nuestras deficiencias y fallos! Los primeros los agrandamos, los segundos los achicamos, si es que los vemos. ¡Cuánta dificultad tenemos para valorar lo bueno y positivo del compañero de equipo o de trabajo! ¡Qué difícil nos vuelve nuestro amor propio vivir la espiritualidad de la comunión, que valora al hermano y compañero como un don de Dios para mí y para la Iglesia! ¡Con qué facilidad surge en nuestro corazón la impaciencia, la murmuración, la rivalidad, la queja, el disgusto, la distancia, el resentimiento, el imponer nuestra visión de las cosas y nuestros planes, que indiscutiblemente son los “mejores”, precisamente porque son nuestros! ¡Cuánto necesitamos pedir al Espíritu Santo el gran don de la caridad y al mismo tiempo disponernos a recibirlo con un corazón quebrantado y humillado! Sólo el humilde puede acoger de Dios la caridad.

Dios nos pide a todos los cristianos, pero especialmente a los pastores en su Iglesia, un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente, cuidarnos unos a otros, alentarnos mutuamente, acompañarnos, alegrarnos con los frutos ajenos, rezar por aquel con quien estamos enojados (cf. EG 99, 101).

7. Medios para este aprendizaje

 Pero, ¿de qué modo podemos realizar este aprendizaje?  ¿Cómo llevar todo esto a nuestra vida?

Cinco palabras de Jesús nos pueden ayudar mucho para este aprendizaje.

  1. Aprended de mí (Mt 11, 29). Necesitamos contemplar su rostro, meditar sus palabras, reflexionar sus gestos, mirar su vida, dejarnos atraer por la fascinación humano-divina de su Persona. Y para ello, ¡qué necesario es reservar un espacio de tiempo cada día para estar con Él y dialogar con Él!

 

  1. Vigilad y orad (Mt 26, 41). Oren. Introducirnos en la oración de intercesión de Jesucristo muerto y resucitado al Padre por la salvación de los hombres (Hb 7, 25). La fuerza misionera de la intercesión (EG 281-283).

 

  1. Apacienta mis ovejas (Jn 21, 17). Esa palabra abarca mucho:

 

  1. Dar la vida: La entrega generosa y sin reservas a las múltiples obligaciones del ministerio.
  2. La disponibilidad al servicio de las necesidades de las personas y comunidades.
  3. Salir al encuentro de Dios presente en el mundo y salir al encuentro de los hombres, especialmente de los alejados y más necesitados. Una Iglesia en salida. No conformarse con atender a los que vienen al templo, sino tomar la iniciativa de buscar a los que están lejos.
  4. Abrazar con fe y amor los sacrificios y sufrimientos que conlleva el ejercicio del sacerdocio en la Iglesia y el mundo actual: pequeñas humillaciones, incomprensiones, críticas, oposiciones, ser relegado…
  5. No se haga mi voluntad, sino la Tuya (Lc 22, 42):
    1. El discernimiento constante de la voluntad de Dios en las diversas circunstancias para introducir la propia voluntad en la divina. Resuena aquí la palabra de María: Haced lo que Él os diga (Jn 2, 5).
    2. La obediencia eclesial vivida en la fe y en el amor.
    3. La aceptación de ciertas obediencias difíciles en la vida sacerdotal como entrega total de sí a Dios por la Iglesia y por la salvación de los hombres (Rafael Guízar, Pío de Pietrelcina, Kentenich, Henri de Lubac…)
    4. Un ejercicio saludable: transformar las quejas en acciones de gracias a Dios.
  6. Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz de cada día y me siga (Lc 9, 23; Mt 16, 24; Mc 8, 34).

 

  1. Desde luego, aquí entra la necesidad de morir cada día a nuestro hombre viejo para resucitar al hombre nuevo, perspectiva esencial de la cuaresma y de la pascua, de toda vida cristiana.
  2. Pero también puede entrar aquí el ofrecer las pequeñas dificultades cotidianas, que nos aquejan una y otra vez como punzadas más o menos molestas, para incluirlas en el gran com-padecer de Cristo, y así entrar a formar parte de algún modo del tesoro de compasión que necesita el género humano. De esta manera, las pequeñas contrariedades diarias pueden encontrar también un sentido y contribuir a fomentar el bien y el amor entre los hombres (cf. Benedicto XVI, Spe salvi, 40).
  3. Asumir en la fe y en el amor los sufrimientos físicos y morales como don de sí a Dios por la salvación de los hombres.

 

A través de esos medios que el mismo Señor Jesús nos propone en el Evangelio podemos aprender a ser sacerdotes: a vivir en comunión con Dios, con una gran pasión por nuestros hermanos y hermanas, ofreciendo nuestra vida con Jesús al Padre por la salvación de esta humanidad tan herida y necesitada, de la que formamos parte. Así aprendemos el poder humilde pero irresistible de la sustitución vicaria, que es la única raíz de la redención.

***